sábado, 8 de octubre de 2016

03184-53.IMPOSIBLES: Carmen en su último viaje

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    El día es soleado; la temperatura agradable. Carmen contempla, desde la terraza de su casa, la isla de San Pablo y ve como en aquel momento el santo pone pie a tierra mientras, levemente, agita su mano, saludo al que responde Carmen con la mano en alto. Es tiempo de finales, fin de tiempos terrenales, de despedidas y separaciones, de soltar con una mano y largar con la otra. Y Carmen lo sabe.

    Ha tomado Carmen el autobús de los viajes sin retorno, ese vehículo colectivo que pasa por todas las calles a cualquier hora y tiene parada en todas las casas, ese carro que traspasa tiempo y espacio, obra una vez en la vida de las personas, que transita por salones, alcobas y urinarios, que es gratuito, que no hay conductor que sus manos ponga sobre el volante, ni tiene motor que lo mueva, de ahí que no hace ningún ruido y reina entre los pasajeros el silencio. La temperatura es agradable, el día soleado, la ruta ha llegado y se detiene; Carmen se despide de los presentes, aunque nadie responde, que no sabe Carmen que ya no la oyen.

    Se inicia el camino sobre una pista de firme ligero con márgenes de tierra a ambos lados; el suelo se presenta entre desnudo, pálido y delgado, y escaso de vegetación, de color pardo calizo, muy pedregoso y escaso en agua circulante, pero donde brotan pinos, tomillares y romerales, y extensos arbustos y arbustillos. Son cuatro mil metros sobre un llano en altura, con leve e inapreciable pendiente que llevará a Carmen desde los sesenta metros a los ciento veinte metros, pasando por un máximo de ciento cincuenta sobre el Ayuntamiento de Alicante.

      El sol se clava en el suelo y una incierta brisa alivia el transito, pero Carmen ya no siente los padeceres de la naturaleza, ni sus recientes pesados pies son ya rémoras, ni sus respiraciones se aceleran por el esfuerzo, ni descansa cuando se detiene sobre la pista para admirar los pequeños pinos, para oler los tomillares, ni para tocar los romerales; Carmen, que camina sobre aquel amplio sendero, que será el último y será el único verdadero, aquel que recordará en las infinitas profundidades del universo, donde sus sobrinos, enmarcados en plata, serán el único vivo recuerdo, 
deja caer una lágrima, que es perseguida por otra, y mientras se seca la pequeña cascada que emana de sus ojos, sonríe al sol que desde lo alto la guía, rodeada, como está, de aquellas gentes que le acompañan y que fueron el mejor regalo que aquel su hermano pudo hacer a Carmen; ella les abrazaba de niños como si fuera una madre, y sobre ellos dejaba caer el sentido no obligado, paciente, enamorado y alegre  de un amor infinito. 

   La fuerza, pues, de aquel último paseo de Carmen con sus sobrinos, es universal y solo busca alcanzar el destino de una voluntad de amor que ha de ser inexorablemente cumplida; no caben normas humanas ni cabe que la naturaleza proteste, que todo en este viaje es deseo, una intención manifestada que no puede ser manipulada, de modo que la decisión de Carmen es firme y su ejecución, en sus sobrinos, obligada. ¡Que venga el mundo y de ira estalle, que tenga el mundo sus razones, que este camino y en todos sus instantes es la vía de libertad de Carmen!

    Poco a poco, con el ánimo enardecido, sigue Carmen, sobre el firme ligero, feliz y exultante, aproximándose al punto que ella habitará en lo eterno; se asoma al precipicio, sobre los acantilados ejecuta sus últimos respiros. El mar azulado de las pequeñas playas y de las diminutas calas de rocosas formadas, son parte de esa serie de visiones que cerraran definitivamente su humana mente. Y que cálida es ahora la mañana, que tenue brisa marina camina ahora por el monte..., hay silencio, flores y pájaros benditos, flores en tierra, pájaros volando, flores que permanecerán quietas mientras en círculo los pájaros gorjean en lo alto. 

    Se traza, de seguido, la que pronto será pretérita maniobra, donde todo quedará al pairo; es el momento, Carmen, ayudada, en su ternura, por sus sobrinos, llena de amor, se precipita al vacío, de modo que a lo largo de toda la pared se va adhiriendo en aquel que ya es su cinisterio.

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