jueves, 6 de julio de 2017

03736-14.APIOLAR. 01.La mujer de la viola

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      Y llegó la noche.

Donde todo es negro. El Asesino es su antro tomo de un libro de los estantes una lectura que trataba de la verdadera religión de los hombres. Y cerró el libro, y lo dejó en el estante. Mas tarde, tras comprar la entrada, siendo temprano para entrar en la sala y viendo a pie de taquilla el pequeño gentío, El Asesino cruzó la calle y se alejó de la sala; cuatro mujeres, indiferentes al mundo, de violines, viola y violoncelo aguerridas, el americano de Dvorak expulsaban de aquellas cajas que vibraban pacíficamente desde el macho de la voluta al suelo del botón. Una de ellas, la que tocaba sentada, parecía, de todas ellas, la mas hermosa, aunque, sin duda, no lo fuera, y tal vez parecía la mejor dotada de cara debido a la posición forzada de las otras tres, que se apretaban contra las mentoneras, cada cual en la suya, forzando las partes faciales, de modo que era imposible en ellas la sonrisa, mientras libremente sonreía la que aparentaba ser la mas hermosa; de ésta se enamoró, acaso, por ser, a la luz de aquel momento, la mas bella El Asesino. El cuarteto en fa mayor sonaba puro en todas sus apreciaciones, rasgaba la intimidad de su alma, establecía la unión entre su persona y la gran personalidad del bohemio, sin problemas profundos que conocer, sin dudas que desvirtuasen la esencia de los sonidos, primaba la elegancia, el tratamiento, el color de las inexistentes sugerencias y la exaltación de las ideas que proporcionaba. Pudo, entonces, verla a sus ojos, sentada, con el violoncelo entre sus piernas, sujetándolo con la siniestra, los dedos repartidos entre el mango y el batidor, y el arco manejado, desde la nuez, por la diestra, desnuda. "¡Que manos aquellas!" deciase El Asesino así mismo mientras sus ojos cautivos por el chello trazaban idas y vueltas, como mariposas, tras las ágiles manos de aquella joven que, sin duda, era perfecta. El Asesino, entre un grupo de jóvenes que escuchaban, se sentó en los escalones de aquella plaza. Solo la miraba a ella, y en especial, al paso que tronaban, avanzando, las notas, a sus piernas, mientras el fragor del tráfico fue diluyéndose en un murmullo, y éste en el absoluto silencio. Después desaparecieron viola y violines, y se encontró solo escuchándola a ella. Porque..., ¡sin duda!, era la perfecta. Su mano en su bolsillo sostenía la entrada del cine; no era noche de muerto. La naturaleza no podía ser tan injusta; la noche era noble; su nobleza emanaba del chelo. Aquel cuarteto, aquella muchacha ofreciendo a sus ojos el espectáculo de sus piernas, aquel pecho hinchado basculante del que solo esperaba rompiese los botones y se mostrase en toda su dignidad a los ojos del mundo entero. Aquel espectáculo no podía ser deshecho por el asesinato del cinematógrafo. "¡Otro día!" se decía, contra si mismo, El Asesino; "¡si, otro día!", profería exaltado. Con aquello, a los ojos de los asesinos, El Asesino mostraba su demérito con aquella acción tan desconcertante para su profesionalidad. Matar era cosa seria, y no era de recibo que una sensación de amor le apartase de su obligación. Sus dedos extrajeron el billete del bolsillo y entre las dos manos lo partieron y luego lo dejaron caer al suelo.

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