Documento posterior 01123
Odeón, POR ENTONCES FRISANDO LOS CINCUENTA AÑOS, se peinaba el cabello
desgastado por los vientos, desviándose su atención hacía los pezones
incrustados en los pechos, los que tenía descubiertos delante del espejo, a su
vista expuestos, como si de los mismos quisiera erradicar todos sus errores,
los aciertos perdidos, la imagen de aquel antero que sirviéndole un ante le
salaba el gusto, refrescaba la garganta y despejaba la mente de dolores y
contingencias. Aquel antero que abrió la puerta de los amores entre pieles
adobadas y curtidas, y los engranajes de un aprisco libre de animales, aquel
antero que recordaba en ella la nacencía de sus mas íntimos sentidos. Odeón se
peinaba con un suspiro; decisión como hito. Antes caminaba entre las brumas
contándolas, con un rosario por memoria, y separándolas a unas de otras, hoy se
detiene ante las brumas, sin importarle el número, y espera que ellas solas
perezcan. ¡Cuantos miedos quedaron inertes en el camino!, el peso de lo
inacabado, la indiferencia por un invierno tan avanzado, el hecho mismo de la
perdición. Porque yo, mi amor, te imagino inquieto tras nuestro encuentro,
pensando sobre aquella decisión, tu miedo al otoño, entre las caricias que
nunca pude entregarte. Hay razones que nunca se encuentran, circunstancias que
jamás se cruzan, elogios de otoños acabados que nunca se entienden. Vale más
parecer lo que se es que ser realmente lo que se parece. Es preferible
ocultarse tras un árbol que guarecerse tras un bosque de indiferencias. ¿Qué
otra razón nos puede acercar?. ¡Ay, como te recuerdo!. Te recuerdo prensado en
tus ideas, cogido del hambre solitario de los tiempos de otoño, sufriendo mi
olvido, maldiciendo los años felices de otoño. Yo bajaba con mi cuerpo al
centro de tus apetencias, encendiendo con mis pechos la idea luminaria de tu
entrepierna, y me amaba amándote cada tiempo de otoño. ¿Qué fue de tu rostro
serio?. Es el que mejor recuerdo, el que te marca por ser lo mas granado de tu
sentimiento. Yo te amaba porque en tu serio rostro se encarnaba mi amor eterno,
el último que he tenido, al único al que me debo en días de otoño intenso. No
creas que todos los otoños fueron igual de largos. Son más largos aquellos que
pase a tu lado. Hoy los otoños son un transito de vida, cuando eran entonces
vida misma aquellos largos otoños. Odeón dejaba a la vista mostrar su ánimo en
desaliento, cubierto de cenizas, alimentado por un rescoldo de dolor. Odeón
acariciaba su alma, aquella que tan buen trato le diera en aquellos tiempos de
otoño, que era aquella la suya un alma forjada de felicidades. Odeón tenía por
jurado a su alma mantener una vida de felicidades, al menos cuanto tiempo de
otoño tuviese vida. Y ella mantuvo la promesa manteniendo su alma pura. Odeón
vagaba por la estancia, ciega y muda las paredes, los sillones, la mesa, las
figuras y los jarrones, los cuadros, mudos y ciegos los libros, los papeles,
callada la música, muerta la pluma. ¡Que oscuridad mas terrible arranca del
alma, gime y calla!. Recordando los tiempos de luz, aquella vitalidad del alma.
En aquella estancia, en tiempo de otoño, le dejó limpio el cuerpo de ropas,
como se deja a una flor al desnudo, arrastrando con los dedos todos los
elementos ociosos que ocultan al cuerpo. La tomaría, tras la ropa arrancaría de
ella la piel, la grasa escondida tras ella, los músculos, las venas, los
órganos todos, hasta alcanzar su alma. Odeón se dejaba, como se deja una flor.
Le decía... ¡que maravillosa es la vida!, yo te perseguía llevado del falo
erecto a tu guarida, yo te perseguía como se persigue por el viento la vida, yo
te perseguía creyendo que al alcanzarte serías exclusivamente mía. Y que lejos
cuando nuestro hijo dormía entre tu vida y mi vida. Y decía Odeón yo se lo que se hoy, en presente que no
existe. Se que puedo lamer la vida y pensar que muero lamiendo la muerte. Se
que para morir hay que lamer la muerte. Bebía agua Odeón en aquella estancia
donde en tiempos de otoño atrás tantas veces había bebido agua, que se tomaba
de un aljibe abierto en la tierra y cuya boca abríase en aquella estancia; era
fresca y agradable aquella agua de aquella cisterna, que lo era de la lluvia
que en tiempos de otoño sobre Las Hoyas caía. Aquella agua que tantas veces, en
tantas y dispares ocasiones pudo ver Odeón caer desde las nubes a la tierra. En
cierta ocasión en tiempos de primavera ambos se tumbaron sobre la tierra,
desnudos como mejor se encontraban, con la boca abierta de par en par, casi
forzando la mandíbula, tomando agua, que era fresca y clara como venida del
cielo, y lejos de saciar su sed, su sed, la de ambos, aumentaba, sed de agua, sed
de ambos, que el bienestar de hallarse crea ventura de la que es imposible
desasirse. Una vez dentro el agua de cada uno, el agua circulaba por entre la
sangre y se encontraba el agua del uno con el agua del otro donde sus dedos se
unían. Hubo otras ocasiones que tanto las nubes bajaban que no era agua lo que
les llenaba por adentro las entrañas, sino agua que se empapaba de sus pieles y
los unía aún más que si por dentro circulara, y era aquella bruma de agua,
aquel pegajoso y frío sabor a extraño encuentro lo que, aún más, les unía y les
servía para extrañarse cuando estaban juntos y aún cuando no lo estaban.
Paseaban por la boira que caía en tierras de Las Hoyas en silencio, que ya todo
con la mirada se decía, sin que fuera necesario abrir la boca, ya que las
palabras lejos de unir distancian a las gentes cuando se usan a destiempo, que
es la mar de las veces, fuera de los tiempos de otoño, que en otros tiempos
hablar es necedad en si mismo, cuando a los oídos las muchas palabras cansan
como cansa la mirada cuando esta hueca de contenidos. Eran aquellas miradas que
cruzaban conductos opacos de lo mucho que contenían, que cuanto mas se
expresaban más silencios transportaban aquellas miradas. En los días de boira,
en los tiempos de otoño, cuando el sol despuntaba por la Cordillera de Aguas,
asomando un rojo infierno, acrecentábase en ellos la furia desatada de los
silencios. Por entonces dejaron de mirarse, que ya hablaban con el sentimiento
del silencio. Nada se veía en el cielo, que cielo no había en las noches de
aquellos tiempos de otoño, hasta que un rayo de luz a lo rojo escapando del
infierno se cernía sobre el firmamento, de tal modo que llenaba sus cabezas,
maquinándoles deseos. Sus manos en aquellos tiempos de otoños, resbalaban sus
dedos sobre los sexos, se ejercitaban en el otro, con la deliciosa atención de
saberse poseso, recorriendo las mil paradas que acompañan el hechizo, esa
mezcla de sosiego, esa bruma al viento.
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