jueves, 5 de julio de 2012

01076-13.NECROLOGÍA: 03.Odeón

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        Odeón, POR ENTONCES FRISANDO LOS CINCUENTA AÑOS, se peinaba el cabello desgastado por los vientos, desviándose su atención hacía los pezones incrustados en los pechos, los que tenía descubiertos delante del espejo, a su vista expuestos, como si de los mismos quisiera erradicar todos sus errores, los aciertos perdidos, la imagen de aquel antero que sirviéndole un ante le salaba el gusto, refrescaba la garganta y despejaba la mente de dolores y contingencias. Aquel antero que abrió la puerta de los amores entre pieles adobadas y curtidas, y los engranajes de un aprisco libre de animales, aquel antero que recordaba en ella la nacencía de sus mas íntimos sentidos. Odeón se peinaba con un suspiro; decisión como hito. Antes caminaba entre las brumas contándolas, con un rosario por memoria, y separándolas a unas de otras, hoy se detiene ante las brumas, sin importarle el número, y espera que ellas solas perezcan. ¡Cuantos miedos quedaron inertes en el camino!, el peso de lo inacabado, la indiferencia por un invierno tan avanzado, el hecho mismo de la perdición. Porque yo, mi amor, te imagino inquieto tras nuestro encuentro, pensando sobre aquella decisión, tu miedo al otoño, entre las caricias que nunca pude entregarte. Hay razones que nunca se encuentran, circunstancias que jamás se cruzan, elogios de otoños acabados que nunca se entienden. Vale más parecer lo que se es que ser realmente lo que se parece. Es preferible ocultarse tras un árbol que guarecerse tras un bosque de indiferencias. ¿Qué otra razón nos puede acercar?. ¡Ay, como te recuerdo!. Te recuerdo prensado en tus ideas, cogido del hambre solitario de los tiempos de otoño, sufriendo mi olvido, maldiciendo los años felices de otoño. Yo bajaba con mi cuerpo al centro de tus apetencias, encendiendo con mis pechos la idea luminaria de tu entrepierna, y me amaba amándote cada tiempo de otoño. ¿Qué fue de tu rostro serio?. Es el que mejor recuerdo, el que te marca por ser lo mas granado de tu sentimiento. Yo te amaba porque en tu serio rostro se encarnaba mi amor eterno, el último que he tenido, al único al que me debo en días de otoño intenso. No creas que todos los otoños fueron igual de largos. Son más largos aquellos que pase a tu lado. Hoy los otoños son un transito de vida, cuando eran entonces vida misma aquellos largos otoños. Odeón dejaba a la vista mostrar su ánimo en desaliento, cubierto de cenizas, alimentado por un rescoldo de dolor. Odeón acariciaba su alma, aquella que tan buen trato le diera en aquellos tiempos de otoño, que era aquella la suya un alma forjada de felicidades. Odeón tenía por jurado a su alma mantener una vida de felicidades, al menos cuanto tiempo de otoño tuviese vida. Y ella mantuvo la promesa manteniendo su alma pura. Odeón vagaba por la estancia, ciega y muda las paredes, los sillones, la mesa, las figuras y los jarrones, los cuadros, mudos y ciegos los libros, los papeles, callada la música, muerta la pluma. ¡Que oscuridad mas terrible arranca del alma, gime y calla!. Recordando los tiempos de luz, aquella vitalidad del alma. En aquella estancia, en tiempo de otoño, le dejó limpio el cuerpo de ropas, como se deja a una flor al desnudo, arrastrando con los dedos todos los elementos ociosos que ocultan al cuerpo. La tomaría, tras la ropa arrancaría de ella la piel, la grasa escondida tras ella, los músculos, las venas, los órganos todos, hasta alcanzar su alma. Odeón se dejaba, como se deja una flor. Le decía... ¡que maravillosa es la vida!, yo te perseguía llevado del falo erecto a tu guarida, yo te perseguía como se persigue por el viento la vida, yo te perseguía creyendo que al alcanzarte serías exclusivamente mía. Y que lejos cuando nuestro hijo dormía entre tu vida y mi vida. Y decía Odeón  yo se lo que se hoy, en presente que no existe. Se que puedo lamer la vida y pensar que muero lamiendo la muerte. Se que para morir hay que lamer la muerte. Bebía agua Odeón en aquella estancia donde en tiempos de otoño atrás tantas veces había bebido agua, que se tomaba de un aljibe abierto en la tierra y cuya boca abríase en aquella estancia; era fresca y agradable aquella agua de aquella cisterna, que lo era de la lluvia que en tiempos de otoño sobre Las Hoyas caía. Aquella agua que tantas veces, en tantas y dispares ocasiones pudo ver Odeón caer desde las nubes a la tierra. En cierta ocasión en tiempos de primavera ambos se tumbaron sobre la tierra, desnudos como mejor se encontraban, con la boca abierta de par en par, casi forzando la mandíbula, tomando agua, que era fresca y clara como venida del cielo, y lejos de saciar su sed, su sed, la de ambos, aumentaba, sed de agua, sed de ambos, que el bienestar de hallarse crea ventura de la que es imposible desasirse. Una vez dentro el agua de cada uno, el agua circulaba por entre la sangre y se encontraba el agua del uno con el agua del otro donde sus dedos se unían. Hubo otras ocasiones que tanto las nubes bajaban que no era agua lo que les llenaba por adentro las entrañas, sino agua que se empapaba de sus pieles y los unía aún más que si por dentro circulara, y era aquella bruma de agua, aquel pegajoso y frío sabor a extraño encuentro lo que, aún más, les unía y les servía para extrañarse cuando estaban juntos y aún cuando no lo estaban. Paseaban por la boira que caía en tierras de Las Hoyas en silencio, que ya todo con la mirada se decía, sin que fuera necesario abrir la boca, ya que las palabras lejos de unir distancian a las gentes cuando se usan a destiempo, que es la mar de las veces, fuera de los tiempos de otoño, que en otros tiempos hablar es necedad en si mismo, cuando a los oídos las muchas palabras cansan como cansa la mirada cuando esta hueca de contenidos. Eran aquellas miradas que cruzaban conductos opacos de lo mucho que contenían, que cuanto mas se expresaban más silencios transportaban aquellas miradas. En los días de boira, en los tiempos de otoño, cuando el sol despuntaba por la Cordillera de Aguas, asomando un rojo infierno, acrecentábase en ellos la furia desatada de los silencios. Por entonces dejaron de mirarse, que ya hablaban con el sentimiento del silencio. Nada se veía en el cielo, que cielo no había en las noches de aquellos tiempos de otoño, hasta que un rayo de luz a lo rojo escapando del infierno se cernía sobre el firmamento, de tal modo que llenaba sus cabezas, maquinándoles deseos. Sus manos en aquellos tiempos de otoños, resbalaban sus dedos sobre los sexos, se ejercitaban en el otro, con la deliciosa atención de saberse poseso, recorriendo las mil paradas que acompañan el hechizo, esa mezcla de sosiego, esa bruma al viento.

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