lunes, 5 de diciembre de 2016

03300-42.LIBROS: 01.Francisco Seijo Alonso, el ignorado

DOCUMENTO ANTERIOR
03193 (16.10.2016 - La necedad del Premio Nobel de Literatura
                                 y otros semejantes: Bod Dylan)

DOCUMENTO POSTERIOR
03304 (07.122016 - 02.Francisco Seijo Alonso: Molinos de Viento en Alicante)


     Cuando Seijo se presentó dijo llamarse Francisco, y yo, al despedirnos, tras presentarme, le llamé PACO; una mirada de fuego, de rayo fulminante, salió de sus ojos, entrando en los míos y arrasándolo todo, de modo que yo me sentí desconcertado… me llamo Francisco, dijo. Dio, en aquel momento, dos pasos, alcanzó la puerta de su vivienda y sin mirarme cerró la puerta de su casa. Hice yo lo mismo, dos pasos fueron suficientes para alcanzar la puerta de mi vivienda, y cerré la puerta de mi casa, sin mirarlo. Habíamos empezado mal, o tal vez regular, aunque parecía lo más sensato pensar que la relación allí, en aquel preciso instante de su inicio, era el punto final de una correspondencia que solo había durado escasos minutos. Sin embargo duró unos veinticinco años. 

     En aquellos años hubo desencuentros en temas que no vienen al caso, pero las horas que pasamos juntos en el destartalado despacho de su casa, de unos 12 metros cuadrados, horas y horas, hablando sobre Alicante y sobre los alicantinos, rodeados de estanterías, entre carpetas y papeles, docenas de carpetas y miles de papeles, de dibujos, de maquetas, extendidas sobre las baldas y por el suelo, de letras que solo Francisco entendía, letras imposibles de leer, letras que se unían en frases y terminaban en libros, vuelven a mí, especialmente cuando tomo en mis manos uno de sus textos para realizar una consulta, una parte significativa de los mismos que Francisco me regalaba con dedicatoria incluida 

    En aquellas tardes de conversaciones, donde yo me esforzaba por disentir de él, donde yo le planteaba problemas sobre su trabajo, en ocasiones trampas y mentiras, engaños intencionados, en ocasiones yo le llamaba Paco, y siempre el resultado solía ser el mismo, él se levantaba de su silla, me invitaba a levantarme y me enviaba a mi casa, apenas a cuatro metros de la suya. Pasaba varios días sin hablarme, tanto si coincidíamos en el rellano de la escalera como si lo hacíamos en la puerta del edificio, a veces sin mirarme, hasta que abría la boca y me hablaba como si ni el tiempo ni el espacio hubiesen pasado.

    Y en aquellas tardes, Francisco me enseñaba láminas, adquiridas en los puestos de venta de Madrid y de Valencia, me enseñaba dibujos que yo ayudaba a descifrar, que en ocasiones yo le sacaba de errores de partida o le señalaba puntos de interés; Francisco me escuchaba, pero sigo sin saber si esos intercambios eran el resultado del amor o del odio.

    En cierta ocasión me entregó las primeras páginas de un manuscrito, una novela, la única que yo sepa escribió, aunque no sé si la terminó; Francisco no estaba seguro de continuar con aquella novela. Ubicada en su tierra de Galicia, entre Vigo y Los Ancares, creo recordar, aquellos tres primeros capítulos se posesionaron de mí; y en ese recordar su tierra gallega, llegó, en la intimidad del salón de su casa, a contarme una apasionada historia de tiempos ya olvidados, que me obligó a silenciar, y que es lo que hago.

     Francisco fue un hombre que no escuchando, escuchaba, que recordaba y nunca olvidaba, hecho a sí mismo, construido entre la realidad de su emigración desde Galicia a Alicante y la siempre negativa idea de volver a su tierra. Francisco Seijo fue un intelectual, no le gustaba tal calificativo, descarnado en su pensamiento, soberbio en su altanería, imperativo en sus acciones, dominante y ejecutor, que no retrocedía, era más propenso a quemar las naves, que hablaba de políticos, pintores, escritores, de los premios que recibió en Madrid; su mente oscilaba entre una parsimoniosa tranquilidad y una desatada relevancia, entre lo conocido y lo desconocido, de modo que podía expresarse belicoso en unos momentos y cadencial en otros. Fue un trabajador incansable, de despacho y al aire libre, un buscador en las cavernas alicantinas, un etnógrafo que perseguía tradiciones, usos y costumbres, no con la intención de conocer la identidad de un pueblo, sino con la clara idea de poner, a disposición de otros, un ámbito sociocultural, que si bien se centraba en Alicante, se extendía a otras partes de la región valenciana, y tal actividad de investigación y trabajo la realizaba gratuitamente para los demás y a costa de su bolsillo.

    Pero, y a su vez, fue un dibujante y un pintor, un dibujante-pintor que se descubría ante Toulouse Lautrec. En su transitar por pueblos y campos, fotografiaba, entraba en contacto con las gentes, preguntaba, anotaba y realizaba bocetos, visitaba bibliotecas y archivos, y hacia fotocopias, iniciando luego, con su triste mirada de desconfianza, la solitaria forja de un libro; algunos libros que tuve el privilegio de ver en su proceso de creación, forja que resultaba, aparentemente, caótica. 

    Francisco Seijo se fue de Alicante como a Alicante llegó; solo. No estaba hecho para los públicos, no le pedía su cuerpo la fama ni aspiraba a ser exaltado, Más si lo anterior es cierto, no es menos cierto que su ser y su trabajo, sus esfuerzos por Alicante, han sido ignorados por Alicante.

No hay comentarios:

Publicar un comentario