martes, 19 de julio de 2016

03029-12.PRESIDENTE DE IMPALA: Ordeno la desaparición de Impala

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02863 (14.04.2016 - El licurgo)

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03098 (01.09.2016 - 01.Las llaves)


    Leyó el Notario: "Yo, el Empíreo, el último de Jarmo, aquel que nunca tuvo madre, el nacido de un hombre, quien nunca tuvo necesidad de justificar sus acciones, el señor de Las Espadas de Impala, a los hombres y a sus mujeres, y a las  bestias de las cuales se alimentan sus hijos, digo que el presente documento es la expresión de mi voluntad para Impala. Uno: Ratifico el nombramiento de María como Licurgo. Dos: Ordeno la desaparición de Impala". El Notario levantó, del pliego, la cabeza, yendo la vista a posarse en ellos. "ordeno la desaparición de Impala" releyó. Entonces parecieron comprenderle.

El Notario, actor principal, se sentÍa solo ante el coro.

Le miraban; ¿qué dijo aquel necio?

- Tal es una broma -reaccionó el Sobrehaz Crematologo-

- ¡Está loco! -de seguido alargó la mano, tomo el documento y murmuraba... "¡está loco!". Al punto de lo dicho del Sobrehaz Técnico fue trasladándose, la voluntad del Empíreo, de mano en mano, y todas las mentes pensando "¡está loco!"-

- ¿Que necedad es ésta? -reaccionó el Subpresidente General-

Se miraban.

Boquiabiertos se miraban.

Pues siendo como era la mañana, vieron todos a la venus brotar por el occidente, surgir de la color azulada, exudando amatorios, errátiles alcoholes, de la perspectiva el centro en aquel cuadro de color rojo, balanceando sus bajas extremidades, en apariencia engañosa la disposición de sus huesos en unos pechos desencajados, sosteniendo sus pezones las frías tapas de un libro entero, asomada a la averno, mientras la luz de las almas enturbiadas por los excesos del miedo se apagaba, sahumerio viniendo de las calles, de los dientes, de los vestidos que quitaba y ponía en su cuerpo, mostrando el vello maloliente, el agua, en vaso, desaseada, la vianda cocida por su mano resbalando, sonriendo en silencio al muro implacentario mientras evacuaba, durmiente, sobre los deméritos pensamientos de aquellos hombres. Los periodistas, aprisionados en sus sillas, respiraban, cada uno a su ritmo, con la boca abierta; cámaras y micrófonos, ávidos esperaban las frases del coro, las palabras de los protagonistas caminando por una imposta. Y entre ellos veían los periodistas a la Azulada Concupiscente rastrear con su lengua los pechos descubiertos de aquellos fatuos hombres que no acertaban a dejar el enredijo al que se veían sometidos, mientras se jugaban los naipes a las cartas en el ocaso del hespero. El Empíreo apareció, ¡increíble!, desnudo; ante todos ellos, en aquella sala El Empíreo exponía su estampa a los deshilachados ojos de aquellos incrédulos, que miraban sin ver lo que estaban viendo, y ante ellos, sin quebrarse un músculo de su lámina, fue a meterle la verga a la Azulada, contra la voluntad de la hembra y por encima de la guadaña, pues era preciso, sin entreacto alguno, arrancar de aquella sala, de aquellos miserables seres de lo humano, las costumbres enviciadas, acabar con el coro y dejar en la soledad de los tiempos a los individuos solos. Entorpecidos, como queda dicho, al oído de las palabras del Notario, esperaban todos el milagro: que no fuera verdad lo oído. Había dicho que Impala tenía que desaparecer. Los Subpresidentes de Impala y los Sobrehaces, mientras tanto, leían, movían los labios, releían, colacionaban el pliego con su contenido, miraban el envés por si acaso, se observaban anegados los cerebros, vientos y tempestades azotaban la corteza, tornándose el blanco liquido en enturbios y exudados que saliánse de sus contornos e invadían las partes mas recias, fingiendo trastornos, cruces de cables e inveterados vicios despertando. Eran mirados por los periodistas, quienes, en aquellos segundos de turbamiento, no acertaban con las preguntas que era preciso hacer, pues caían por el derrocadero con la pérdida del equilibrio que a todos dominaba. 

Repitiendo; siempre repitiendo. 

A ellos, despotricando en su despacho, se unían las preces del Presidente del Gobierno, el hesitar de los banqueros en los consejos, la incredulidad de los arriscados en sus negocios y las ménades preguntando por el futuro de sus hijos. Veíase al Notario, al través de las pantallas de los televisores, embobado, mascullando "ordeno al desaparición de Impala", mirando el papel que de nuevo tenía entre sus manos, fuera de su control, no sabiendo como a él había retornado, y veía levantarse a los informadores, y repetía "ordeno la desaparición de Impala" sin percatarse que estaba solo oyéndose a si mismo y olvidado de los demás, confundiendo las formas y los colores de las cosas y la naturaleza de los pensamientos. 

"Sino puedes curar la locura, ejercela", dijo El Empíreo.

"¿Qué quieres decir?", dijo María.

"¿Cuando muere el fuego?", dijo El Empíreo.

"¿Qué dices?, dijo María.

"Cuando ya no tiene qué quemar", dijo El Empíreo.

María extendió la mano, "un día pondré a herventar a Impala, y cuando salgan todos de la olla escaldados comprenderán el sentido de mi naturaleza" le dijo El Empíreo, y del Notario, por tenerlo a su lado, recogió el documento; leyó lentamente..., "¡pues era cierto!". "¿Qué puede ofrecernos un muerto?. ¡Muerte!". Aquello era una irrisión. Más, era el momento; heñiría. 

- Señores, vamos... -dijo con el documento sostenido por la mano-

Añadió que los iba a necesitar, que la siguiesen, pues dijo que la vida era como un ribazo y les preguntó si era que aún no lo sabían, dándose cuenta María que la madre de todos y de cada uno de ellos podía ser aquel día.    

  La fatiga parecía apoderarse de ellos, de Doña María, que iba por donde iba, y de los sobrehaces y subpresidentes que, turbados, caminaban tras ella, acebados, decaídos y en huida de aquella jarana, que solo era aquel momento el salir por la puerta de los carros, aunque fueran a caerse los estadonios y quedasen por el suelo y a merced de los piratas toda la mercancía de Impala; con aquella estampida que hicieron, huyeron de fotógrafos y escaparon hasta adentrarse en el mismo despacho del Presidente, en el Palacio del Diputar, casa donde habían convocada a la prensa.

Jadeaban.

La tensión de sus sensaciones los acompañaba.

Doña María mostraba el papel en sus manos y ella misma de espalduda patentizaba estar hecha. Se sentó en el sillón del Presidente, "siéntense" mandó; curiosamente nadie dudo por lo muy irresueltos que se mostraban que ella se adueñase de la peana principal de la sala, la del Empíreo. Doña María leía, "el hombre que posee el arte sabe que es convertible y sabe que no es convertible. Lullus", mientras pareciendo escuchar no oía, de una lámina que colgaba de una de las paredes del despacho, "¿qué quería decir?", "¿quién era Lullus?".

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