sábado, 23 de julio de 2016

03037-30.JIJONA: Volver a Jijona

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   Esta mañana me he levantado con el cuerpo caliente, y fría la mente me he levantado del lecho inerte que cada noche me acoge, sabiendo que si bien el calor existe, el frío no existe. Se han abierto mis ventanales, mis orificios nasales, al viento, se han abierto, y han entrado los sonidos por los campanarios que tengo, en la cabeza, a cada lado. He palpado la materia, que es la cubierta que me cubre, acogido, como estaba, al lecho inerte que cada noche me acoge. Los rayos del sol, que parecen rectos pero son ondulados, han creado mil quebrados en su devenir entre paredes, hasta alcanzar las abiertas ventanas de mi alcoba, penetrando, a través de los cristales, limpiamente. Y una imagen repentina, Jijona entre el castillo y el río, se ha posado incandescente a los pies, en sepia color, de mi cama, que no tiene un baldaquino, ni oro ni plata tiene, ni tiene bordados ni leyendas tiene, ni marfil ni perlas, ni es de cedro, ni es de ébano, sino de pobre madera de árbol muerto.

    Me he levantado tras la imagen sepia de Jijona, y mientras seguía a la apariencia visual por los vericuetos de mi casa, me preguntaba yo si era ella la que me seguía de parte a parte de mi fría mente en aquella mañana, sabiendo que si bien el calor existe, el frío no existe. Puse mi máquina en marcha y, con un trabajo propio de un esforzado vencido, pude transferir calor de mi cuerpo a mi embotada mente, aprovechando que la energía se conserva y depositando la entropia sobrante en las reservas de mis ilusiones, donde todo lo que se vive en un recuerdo es inexistente

      En una calle larga, plaza llamada, en sepia, se ve a hombres y a mujeres, sobre la vía central, posando, y al fondo un rocoso monte, picudo como una lanza, en oblicua posición lanzado. Hay en la calle-plaza una fuente de una alberca rodeada, que parece sostener en su cota una cruz de hierro fundida, agua que cae desparramada; una calle con sus leves aceras pegadas a sus casas, con sus árboles haciendo de hitos entre dos propiedades como son la calzada y la acera. Todo parece pausado en aquella amplia calle-plaza, que será avenida, lo que le dará mayor prestancia, donde las almas adineradas plantaran sus solares junto al tiempo que pasa. 

    Más hoy veo pasar por mi mente, de fría a acalorada,  fuera de la sepia, un alma desencarnada, ni creada ni creante, que brota de la imago, y la veo, al menos eso creo, apoyada en una de las farolas que dividen la calle en dos lados, llevando en sus brazos una acera de hombres ahorcados de la color rojo y con una cubierta verde amarilla que oculta sus rostros. No emite sonidos, no produce aromas, ni desplaza objetos esa alma desencarnada, que dicen de la tal alma desencarnada que muerto se precipito al suelo de la calle-plaza el cuerpo que la sostenía, tras quedar presa en una celada de gentes de armas en el interior de una armadura que a la cabeza ocupara.

    ¡Cuánto tiempo sin volver a Jijona, entre su castillo y su río cercada!

     Suave el día, pasa una nube solitaria, reina el sol en lontananza, y pasan otras nubes tras la que pasó antes solitaria, unas tras otras formando escuadras; yo las miro, prietas en formación, como haciendo guardia de honor, a Jordán de San Román, alcaide del castillo. Y ya con mi mente del todo acalorada, apago la máquina de transferencia de calor, mientras baja del cielo Jijona para completar la nobleza que al planeta Tierra le falta. "Que seáis libres, que sea el rey vuestro señor" alza su voz Jaime el Segundo de Aragón entre los silencios habidos en la calle-plaza, donde el alma desencarnada cubre la distancia entre dos puntos inexistentes de las rectas inventadas por una antigua geometría que aún sigue teniendo vigencia en nuestras pobres mentes encarceladas, llevando, como lleva, a sus apiolares en una acera encadenados, paseándolos por la ancha avenida entre la consistorial casa y las públicas escuelas por las que tantos jijonencos pasaran y pasan.

   Todo parece distinto cuando se vuelve, todo se vuelve igual cuando se llega.

   Hoy me he levantado, ya lo dije, al clarear indiferente de la mañana, como si la noche no hubiera existido, junto al imago sepia de una Jijona indistinta; he viso el severo abatanar de una jijonenca en su balcón, de la calle-plaza, asomada, el empantanar provisional del cartero mientras observa sus útiles en el suelo y seca el sudor de su frente humedecida, el jacarandoso  regresar de los muchachos al alba, he visto lo que la imagen sepia de Jijona oculta en su trasera página, ese hombre con esa alcachofa, tratando de explicar, a quién no le escucha, por la calle-plaza, la relación recurrente entre las hojas en una sucesión infinita de números, y el murmullo del rapto de Guerau.

   Ahora, ya pasada el alba, cuando todo parece regresar a sus sentidos, me he liberado de mis ficticias añoranzas, se ha diluido de mí la percepción del imago, y todo regresa a una realidad de la que soy esclavo. Volveré a Jijona, no sé cuándo; no sé si lo haré con los ventanales de mis ojos abiertos o cerrados.

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