jueves, 9 de abril de 2020

05754-24.AGUAS ALTAS Y BARAÑES: La idea del suicidio del alma

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03946 (20.10.2017 - 03.Jaime Ivorra de La Vieja)

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06477 (18.05.2021 - Recogiendo el esparto)


  Tecla, la menor de los García, la recibió envuelta en aquella sonroja que produce la muerte de lo imposible, papeando; los últimos tiempos fueron para José García, retocado de aquella panadiza presencia, un desgarro de si mismo, sus concluyentes sueños afluyeron en María, y a ella la llamaba, y de ella todo parecía esperarlo..., mucho fuego y su mirada, como si por si mismo el fuego solo no bastase, llenaba todo cuanto José García advertía delante de él, una hoguera dispersa por todos lados saturaba la panorámica que sus ojos podían recoger, y aquel principal ejercicio de no encender jamás una lumbre lo definían ante los demás como un hombre distante y frío, que abrigábase; Tecla y sus hermanos tuvieron que aprender de un labriego de la casa, al que llamaban Ramón Valor, la ignición de los fuegos, de su padre las razones del campo, una huerta que dispuso María junto a la casa, ampliando el huerto que abriera García el Italia, con objeto de que sirviera a la primera alimentación mientras los campos se levantaban y daban dineros y frutos, y podiánse recoger la siembra y con ella sueldos con los que adquirir otras razones por las cuales seguir trabajando para el amo y para sí mismo de los restos; los dos jornaleros que le acompañaron a su llegada al Rincón Ancho le enseñaron que las patatas eran buenas para quitar el hambre en los malos tiempos, porque resistía bien la intemperie, plantábase en distintas épocas del año, a mayor conveniencia, y no requería un terreno especialmente delicado. A García el Italia le encantaban las patatas, y para María significaban el hecho de seguir viviendo, pues fueron ellas las  que crecían a pesar de las cenizas de la casa del Rincón Ancho y de los gritos que de allí salieron de la garganta de Santa Agueda, de aquí que aquella huertezuela en la que aprendió José fuese para este un innegable apartado de su alma. Pidió, en su último macrobio estertor, ser enterrado en lo alto de la Peña Roja por ser un espacio pelado de la tierra, un lugar solitario, abierto a los vientos de todos los ordenes, limpio de arbustos, sin matojos ni árboles que pudiesen un día prenderse y alterar el recogimiento de su cuerpo, que bien decía José García que antes de entrar en el infierno y caer en las llamas que en el mismo decían habitaban, era él capaz de suicidarse. Al oírlo le tenían por tonto y le decían como ibase a suicidar si a las puertas del infierno solo deambulaban los muertos, y él, que todo lo tenía bien meditado, respondía que era cierto que hallábase muerto, pero que sin vida estaba su cuerpo en la tierra, más su alma vivía, según acordaba el padre Cesáreo en sus pláticas, y era ella la que deambularía a las puertas del infierno y que era su alma la que se suicidaría, asunto éste que a todos parecía descabellado, de tal que incidieron en su tontería, que no de otro modo podía entenderse la idea del suicidio del alma. Trató en alguna ocasión el García de centrar su conclusión, y decía que si era cierto que eran dos las vidas, una vida en esta tierra, vida del cuerpo, que termina por morir, y otras vida, fuera de esta tierra, vida del alma, que termina por vivir, y no pareciendo que las cosas fueran eternas por los muchos cambios que padecían, no era menos cierto que el cuerpo nace para morir y el alma vive para vivir, y que la muerte del cuerpo vaciaba de obstáculos el camino del alma para suicidarse, de modo que muriendo pudiese evitar el alma la cólera de Dios el día del juicio final, ya que siendo Dios lo único eterno, pues era el principio y fin de todo cuanto existe, no puede ser el alma eterna ni eterna puede ser su vida, y de igual modo que no concebimos la eternidad de la vida del cuerpo ni de su muerte, no podemos hablar de la eternidad ni de la vida ni de la muerte del alma, aunque pudiera pensarse en la eternidad de la muerte del cuerpo. De lo que finalmente decía José García se puede aventurar que solo hay dos cosas eternas, que son Dios y la muerte del cuerpo del hombre, restan pamplinas.  

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