sábado, 2 de octubre de 2010

00318-26.ALICANTE.1691: 2.El ataque francés

Ver documento anterior 00317
Ver documento posterior 00319

- Alférez...

- ¿Qué queréis padre?

- Dar consuelo a quién quiera recibirlo

- ¡Está bien, abreviad con quién recibirlo.

- Mi maestro Gastón -dijo el padre Antonio, quién no conocía la identidad del oficial- decía a los hombres que sus cuerpos eran sólo el resultado de un exquisito trabajo; decía mi maestro que un delicado ceramista moldeaba las figuras que luego cocía en un horno. Un día olvido por largo tiempo una pieza en el horno, de modo que al sacarla del hueco haya que toda ella era negra; luego que metiera otra figura y por temor a que de igual color se viera, apresurose y del lugar la extrajo antes de hora. Ambas resultaron a los ojos del creador tan hermosas que las puso juntas en un estante. Paso varios de sus años tratando de discernir un punto que hiciese a la una más bella que a la otra, hasta que un día supo que lo importante era la obra, no el color que la envolvía. Buscad, hermanos, el fuego del hogar; es el único lugar de sanación. Pero no olvidéis que la patria es el único lugar de prestigio.

Cuando llegaron a Los Borrachos, allí encontraron una partida de egipcianos, cuyo más enervado baluarte asintió en abandonar el lugar al poder de la tropa.

Desde Los Borrachos se podía ver la Sierra del Hombre.

-¡Amo, amo!-gritaba el mocoso-

Se incorporó.

Desde las estribaciones de la Sierra del Hombre dijo:

- Sí..., ya los veo.

Eran catorce los navíos, veinticinco las galeras, pontones y bajeles, que todos parecían venir como atraidos por el olor a sangre revuelta. Al poco tiempo tomo asiento un esquife, que portaba al capitán genovés con órdenes de D`Estrees, sobre la arena de la playa, a la vera del brazo del muelle. Nada se resolvió de aquella visita. A la sexta tronaron sobre la bahía las bocas de fuego de San Sebastián, Monserrate, San Francisco y San Bartolomé, siguiéndoles las atronadas del Espolón y de Santa Bárbara. Saltó el agua sobre sí misma, humedeciendo los cascos y los tubos de artillería de los buques de Francia, y sobre su siesta saltó Lorenzo en lo alto de la torre. Tambalearonse, al despertar de las olas, las naves orgullosas del rey franco, enfureciéndose el conde a su mando, gritarónse consignas de orden de batalla, y aceptó el francés, por buenas y bienvenidas, las ansiadas hostilidades de la ciudad insensata. Tres navíos habiánse dispuesto a tiro de San Nicolás, otros tanto frente a Santa María, seis cubrirían San Carlos y el resto, con la capitana, fondearían en Agua Amarga. Más de setecientas bocas de fuego se enfrentaban a laas defensas de la ciudad: cuatro cañones, cinco culebrinas, ocho medias, un sacre y tres moyanas. Los proyectiles de los pontones, que se elevaban a doscientos metros, caían en picado sobre las cubiertas de las casas, perforando pisos y abriendo huecos en el suelo, reventando y arruinando todo cuanto permanecía en pie. Pronto cayeron los primeros heridos, no pudiendo los muros levantarse, arrastrarse los mutilados, los abiertos por el pecho y los sin espalda, crujían las vigas, saltaban las pulgas, enloquecidas corrian las ratas, tormento y castigo de condenados. Los inferanos, decían, tenían tomado el espacio existente entre el tártaro y los campos elíseos; Alicante debía deteneerlos. Otras balas, hermanas de las que sobre Alicante caían, alcanzaban las playas del Baver y de Los Borrachos; el alférez Ivorra ordenó el desalojo de la arena, llegar y protegerse en las colinas donde tuviera el gitano su campamento, de las bombas y carcasas que sobre ellos derrumbaban. Sobre las defensas fueron quedando, abandonados, los primeros condenados por la vida a morir, de los aldabonazos tocados, guardando toda la mosquetería, con sus horquillas y sus mechas, algunos chuzos, partidos otros, la comida que les llevaron, los granos de la playa. Así paso la tarde; los humos que poco a poco y en mayor abundancia se vieron en las luces del día, eran al cabo de la penumbra formidables hogueras que desde lo alto de la torre veía Lorenzo ascender hasta el cielo. Aterrados por aquella antesala del infierno, vieron unos en el abrirse de la tierra las mismas bocas del averno, llameantes inhalaciones de vapores y fuegos, todo el submundo del horror y del miedo. Abriose la puerta de la huerta de Sueca y por ella las pobres gentes, que dicen puso Dios en la tierra, fueron saliendo de la ciudad, centro de la desesperación y la impotencia por lo humano y lo bueno, conturbados unos, otro turbados y confusos algunos otros, todos febriles salían, calenturientos los cuerpos, buscándose, no hallando sino el norte de la huida. Pronto el Real de Castilla era una multitud de alocados, una turba de indiferentes, una multitud de idos y enajenados, a quienes perseguía el trallar de las explosiones y la desventura de los animados

No hay comentarios:

Publicar un comentario