lunes, 4 de octubre de 2010

00321-28.ALICANTE.1691: 4.El ataque francés

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Todo el campo sur de la ciudad se presentaba como una sucesión jalonada de combates de fuego y arma blanca. Los buques redoblaban sus esfuerzos sobre el lienzo dado al mar, cuyas casas presentabanse, para aquel disfrute del combate, perdidas, escupiendo lumbre, y a cada momento más la ciudad se iluminaba con antorchas humanas y manantiales de sangre fluir por los cuerpos. En las cámaras de curas los cirujanos se aplicaban en el mucho trabajo que tenían; uno de ellos fue destinado por la Junta de Guerra a dependencias del convento de franciscanos. Mandó, a poco que llegó, pintasen la sala de rojo, suelo y paredes, ordenó una mesa de gran tamaño en el centro e interesó tres hombres de fuerza con él; los hombres caídos y que podían ser evacuados del campo, eran llevados con el cirujano, quién en la mesa de operaciones actuaba en vivo, sujeto el paciente por los fornidos, sin anestesia que valiese, ya que Dios, por aquellos tiempos, aún no tenía en su consideración otorgar aquel alivio para los hombres, si valía una mordaza de cáñamo o cuero, lo más a mano, que le aplicaban en la boca, y a lo que el desdichado se agarraba. Generalmente allí se entraba con la intención de perder una pierna, un brazo, un ojo, cualesquiera parte del cuerpo, cuya herida se cerraba metiendo el muñón en una caldereta de alquitrán hirviendo; generalmente, los más, salían de la cámara del cirujano sin vida, habiendo contribuido con su sangre a mejor pintar las paredes y el suelo de la estancia.

Al mediodía se dió el alto; la ansiedad de la muerte, cortada de improviso, daba paso a la fatiga del cuerpo. Tres mil combatientes, veteranos y voluntarios, sentían ardientes el calor despedido por los tubos de hierro, el cerco y aquella jaula servida,común tumba para todos ellos.

Los franceses comieron.

A la una rayaban en el cielo las estelas de nuevas carcasas. A un tiempo atacaban las defensas de Martínez de Vera los franceses, que respondía sobre el mismo campo una pieza del baluarte de San Carlos y cincuenta austriacos en el cerro del Molino de Viento junto a las tropas del convento de San Francisco que defendía el alférez Ivorra. La tarde dd aquel día fue presa de la vesania afincada en la indolencia de los hombres. De continuo retrocedían los dueños de la tierra entretanto no avanzaban aquellos que aspiraban a serlo. La locuacidad en los lances veíase vencida por la parsimonia del cansancio. Nadie se hallaba seguro en aquella tierra roja. El hambre despertábase de la siesta. No se veía comida desde el mediodía del día anterior; algunos, los más osados, saciaban su sed con la sangre fresca que por el vello de los muertos corría; otros, de mayor insaciables, tomaban pequeños trozos de carne chamuscada, porque desde los muros, allá donde se les alentaba a seguir en la firmeza de las jornadas gloriosas, no llegaba alimento alguno, un socorro, un refresco que proporcionase vitalidad e inyectase heroísmo.

- Los hombres, señor, carecen de todo

- Los hombres, caballero tienen lo necesario para morir. Volved al convento, y decir a los hombres que tienen lo necesario para no vivir, que mejor es el trato de muertos que ha de darles el enemigo que yo les daría de verlos retrocediendo sobre la línea. ¿Su tarea consiste en alcanzar la gloria!

- ¿Qué te han dicho Manuel?

- Al muerto dicen: "¿quieres?"

Todo era en Alicante oscuridad de intenciones y resultados; la guarnición abandonada al pillaje de las casas abiertas, de los almacenes, deambulaba sin encuentro con nada gratificante. En el campo un halo de indiferencia cubría el cielo, los hombres mutilados yacían, nadie pensaba si aquello era cierto

- ¡Que cansancio, Dios mío, en la tierra, mientras tú descansas en el cielo

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