domingo, 10 de octubre de 2010

00327-11.JIJONA: 01.Año 1994: Artesanos, turroneros y empresarios

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En otoño de mil novecientos cincuenta y siete se cerraba en Jijona la puerta del Bar Avenida, Una generación de prósperos y pujantes turroneros envolvían a aquel pueblo en una trama de la riqueza, del pleno empleo y de los aires del desarrollo. Eran aquellos TURRONEROS gentes de la casa, nacidos en la misma ciudad de Jijona, detentadores de los viejos apellidos, hombres sin estudios, faltos de letras, escasos conocimientos en números, personas perdidas fuera del ámbito de influencia de aquella Jijona; envueltos en el trabajo, que conocían desde niños, al ver sobre las mesas, en las mismas casas que naciera, extendida la almendra, las mujeres alrededor de ellas y el frío aquel de los meses de otoño. Sus padres, LOS ARTESANOS del turrón, aquellas gentes de antes de la guerra del treinta y seis, que partían por los caminos, a lejanos lugares, a la venta del turrón, les podían enseñar con el silencio del trabajo diario que todo aquello que se elaboraba debía ser vendido, y que para la tarea del vender el hombre debía de acudir a los mercados donde acudía la gente a comprar.

Jijona, por aquellos finales años cincuenta, recogía la almendra, tomaba la miel, traía el azúcar y ponía la ciencia, la costumbre y los brazos de sus hombres y mujeres; era por entonces la ciudad un vacio de ruidos y un tránsito de gentes desde la Plaza a la Torre del Homenaje, que no era mayor Jijona. Aquellos turroneros habían heredado una incipiente industria recubierta de artesanía, que escapaba de las casas y se transformaba en fábricas, edificios grandes, cada vez mayores, y que sin preverlo, acaso, agrandaban el espacio urbano sin que la ciudad de Jijona se resintiese en su estructura y forma. El artesano y el turronero, que pareciendo uno se diría que eran dos, aprendieron de productores a industriales de la mano de aquella doble vía de financiación que regía las relaciones en el mercado, pues junto a la propia actividad de los bancos, existían aquellos jijonencos que disponiendo de un capital lo aplicaban en dejarlo, a precios más bajos, sobre la confianza que da la palabra y la destreza de aquellos hombres que, por su calidad en el trabajo, respondían en su evolución. Junto a ellos llevaron a su familias, y progresivamente las gentes de Jijona abandonaron la pequeña estancia familiar donde se partía la almendra para trasladarse a las grandes salas de las fábricas, donde sobre largas mesas se reunían las mujeres para el trabajo.

Los jóvenes hijos de aquellos turroneros y de los trabajadores que llenaban las fábricas, apenas con unos estudios básicos, penetraban en la actividad laboral, aprendían el oficio y se disponían a ocupar los puestos de sus mayores. Nacidos y criados fuera de la reyerta de la guerra, de la miseria de épocas pasadas, crecieron envueltos en aquella década de los años sesenta, donde, definitivamente, el turrón alcanzaba el bien merecido título de INDUSTRIA; eran aquellos EMPRESARIOS quienes tenían en sus manos una industria que implantaron sus padres sobre la artesanía de sus abuelos y ampliamente afincada en lo profundo del decimonónico siglo, conocida y admirada en el mundo.

El concepto de empresario del turrón recorría la ciudad de Jijona, el trabajo abundaba y el paro era solo un recuerdo de tiempos pasados. Los viejos turroneros morían y los viejos prestamistas con ellos, se multiplicaban los bancos, recogiendo la industria en su cartera de pedidos a miles de clientes; entregar una pequeña partida de turrón y recibir a cambio su valor era solo un acto comercial que permitía al pequeño feriante una extraordinaria movilidad y representaba para la empresa un continuo fluido líquido y un inmediato pago de salarios y reparto de beneficios. Las migraciones humanas de temporeros alcanzaba su apogeo y comenzaba a evolucionar en el sentido de fijar en la ciudad de Jijona su residencia. Una gallina de los huevos de oro con cara de pastillas de turrón se había empadronado en Jijona.

Todo subido sobre un carro andaba solo; las ganancias, lejos de invertirse en las propias fábricas y en el Consejo Regular de la Denominación de Origen, se fueron a otros pueblos y ciudades en busca de unos beneficios que no encontraron, y con el tiempo, aquel perdido dinero en otras artes del comercio que no eran de Jijona y aquel desinterés de los industriales por convertir al turrón en un postre para cualquier día del año en casas y restaurantes, aquella falta de actividad del Consejo Regulador, tuvieron un hijo que ha venido a ser, en los pasados años ochenta, la ruina del turrón.

Pero no bastando que las desgracias se precipitan solas, los esfuerzos de los jijonencos para perderse a sí mismos, muerto el gran espiritu individual del trabajo del turrón de sus padres y abuelos, han entregado las fábricas a las grandes multinacionales, quedando a merced de unos grandes pedidos, sobre la base de unos enormes créditos que son el principio irrefutable de la perdida de un carácter y una identidad.

Hoy, en el mismo edificio donde tuviera su sede el Bar Avenida se encuentra El Casino. El Trabajo sigue donde siempre lo conocí, la Plaza presenta edificios nuevos y conserva algunos de los viejos edificios emblemáticos, en su día, de aquellas casta de empresarios que recibieron una fortuna de sus padres y han entregado a sus hijos una miseria. Nuevos barrios se han levantado, y a pesar de que la ciudad se haya extendido, sus pobladores son menos, conocen el paro y el más incierto futuro que conocieron sus bisabuelos allá en los tiempos del rey Alfonso.

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