sábado, 9 de octubre de 2010

00324-29.ALICANTE: 5.El ataque francés

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Recatábanse en las cuevas de la Montañeta, de los obuses y de sus fuegos, las más misérrimas gentes que poblaban Alicante; de bártulos amontonados, quincalla recogida de los lances acabados y de abatimiento, las gentes de La Montañeta mistaban, aullaban, genuflexos se mostraban a la conciencia de Dios, aplicaban un tentemozo a la barricada que cerraba la entrada de la mafia protectora.

En el convento de franciscanos, que cumpliera por entonces los de ciento y veinticinco años levantado, refugiados y en defensa un grupo de hombres vagaban por el patio interior en aquellas leves horas de descanso; sucios, abiertas las carnes, amoratada la piel, perdido el ojialegre relucir de los ojos, de miradas desplomadas sobre la corma anclada a los pies, salmodia de recuerdos y un simpar trajín de la mente, erraban de dos en dos, de tres en tres y aún en la más absoluta soledad, evitando cualquier reflejo de su imagen que les recordase su existencia en aquel convento, arrastraban largas tiras de un paño que envolvían diversas partes de aquellos cuerpos mal usados en esta vida y a los que llamaban vendajes. El dolor les conocía; hay hombres que soportan el dolor, los hay que lo combaten y otros, en desapego, lo ignoran. Es un hecho singular advertir al hombre frente al dolor. ¿Qué sentido tiene el dolor?; el dolor es el único ser vivo sobre la tierra, de tal extremo que todo cuanto hay y conocemos es la pendeja del dolor por sobrevivir. El hombre existe porque el dolor lo sustenta para su supervivencia, así cuando un hombre muere otro nace con un solo destino cual es perpetuar la vida del dolor. Advirtieron que los hombres, en aquellos momentos, parecían tener olvidado el dolor, pues andaba en todos sentido puestos en una sombra su interés, que decían ver, de un negro y largo ropaje vestido, armado de puñal, andando libre y a su antojo, amenazante, mostrando grande fatiga y de todos temido. Tal intruso no convenía al buen orden de la batalla que celebraban y al decoro de la posición que defendían, pues extraía interés de la causa e introducía los malos pensamientos del traidor. Era la sombra hijo del Aire y de la Tierra, hermano de Dolo, que vive y ya en las tinieblas, nunca muere y al que responde cuando se le llama por Dolor, por lo que, a la vista de la imagen, mando el alférez Ivorra todos separasen de sí el falimiento que ocupaba sus mentes, y orden de yantar.

Aquella noche hubo cena; se repartió, generosamente, la totalidad de las vituallas que el alférez Ivorra pudo traer en un carro, excepción hecha de las que quedaron `para el amanecer. Tomó, al punto que pudo, acomodo en un reclinatorio, donde expuso sus más sutiles pensamientos en aquellos afectos personales más retraídos al concepto de lo justo. Era complejo no enmarañarse en aquella justificación de la existencia del hombre como pervivencia del dolor, pues si tal debía tenerse por cierto no lo era menso que cualquier exaltación del dolor era el recto proceder del hombre. Y recorrió las posiciones que ocupaban en el convento.

Por los pasillos y en las dependencias un espíritu le seguía, sostenido en sí mismo, de conciencia abstracta, le decía:

- La oscuridad es negra, si quiere seguir existiendo ha de morir al alba, no puede resistirse a permanecer viva. Sin la luz, la oscuridad no existe. Nada le es igual, la apariencia es ella misma y el momento que vive cada noche es singular, por esto la mañana supone una progresión hacía su esencia, un retorno al fundamento que la hizo posible a la oclusión del sol, manifestando, en toda su intensidad que todo espíritu es solo una magnitud llamada a desaparecer. Por esto es que el dolor no puede ser recordado, porque es difícil imaginar el dolor. Un hombre sin dolor es impensable, y de existir es un ser innecesario. El dolor no está en el hombre, es el hombre quién, a su pesar, recibe la condición del dolor que en su cuerpo se implanta y vive a su costo. El dolor hay que descubrirlo, no se puede trasmitir; es por esto que no pasará mucho tiempo, el justo de nuestras muertes, para que todo este empeño en morir por defender los muros de esta iglesia de Nuestra señora de Gracia sea olvidado y, sin duda, firmemente ignorado.

- Cuanta sangre he derramado en esta mi vida no me ha sido devuelta, mis heridas de los lances que he sufrido han cicatrizado en soledad, cerrándose la carne a los lamentos de un dolor sin descripción. Mis muertos no me han recordado. Cada día que levanto mi cuerpo del camastro de la noche, obligado me encuentro a demostrar aquellos extremos de mi comportamiento que el sueño dio por cumplidos. Ante el enemigo debo desterrar el miedo, mi valor una aureola sin mancha, mi obediencia puesta a prueba.

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