domingo, 24 de septiembre de 2017

03883-62.IMPOSIBLES: En el entierro de la tía Eduvigis

DOCUMENTO ANTERIOR
03872 (20.09.2017 - ¿Para qué he salido?

DOCUMENTO POSTERIOR
03894 (29.09.2017 - Chi-cun)


      Esta mañana he conocido a Doña Eduvigis, una señora que, esta mañana, cumplía cien años; su nieto, de sesenta años, me la ha presentado. Doña Eduvigis me ha recordado, al punto de conocerla, a mi tía Eduvigis, que murió hace diez años; yo ya no recordaba a mi tía Eduvigis.

     Hace diez años me llamaron del Asilo donde la tía Eduvigis vivía; "su tía ha muerto" me dijeron. A la tía Eduvigis la ingresó en el Asilo del Carmen su hijo, diez años antes, y al poco de ingresarla mi primo segundo murió. En su testamento dejó mi primo segundo dos pisos y una cartilla con dinero, y dejó dicho en su testamento que fuese yo el encargado de su madre, de vender ambos pisos y de administrar el dinero que dejaba en la cartilla, así como el dinero procedente de las dos ventas. 

    Durante aquellos casi diez años que pasaron entre la muerte de mi primo segundo y su madre, yo cumplí con la voluntad expresada en el testamento; el dinero que sobró quedó para ayudar, mientras hubo fondos, al Asilo donde estuvo viviendo la tía Eduvigis; yo controlé aquel sobrante y fui anotando los gastos. De todo aquello, siguiendo la voluntad de mi primo segundo, yo heredé la libreta de ahorro con saldo cero y el agradecimiento previo de mi primo segundo. 

    El Asilo del Carmen estaba situado en un pequeño pueblo, a trescientos kilómetros de mi pueblo; yo viajaba cada dos meses, durante los primeros tres años, a ver a la tía Eduvigis; al principio me reconocía, hasta que dejó de hacerlo. Luego viajaba una vez al trimestre, después cada seis meses, y en los cuatro últimos años viajaba una sola vez al año al Asilo del Carmen. 

     "Su tía ha muerto" me dijeron. Y mientras hacia el viaje me dí cuenta que era la última vez que haría aquel viaje de trescientos kilómetros, y comprendí que no era un viaje de trescientos kilómetros, sino de seiscientos, y todo a cambio de una libreta de ahorro con saldo cero y las gracias anticipadas de primo segundo.

    Efectivamente, estaba muerta la tía Eduvigis; yacía en su caja, quieta y sola, encerrada, en una estancia separada que el Asilo del Carmen tenía para tales eventos; sin embargo, estaba yo solo en esa actividad social que es acompañar a un muerto, que persona alguna acudió ni por el valor de heredar algo ni por la carga emotiva que es despedir a un muerto.

    Pasé la noche con ella; la tía Eduvigis en su caja, cerrada, yo durmiendo sobre un sofá que junto al féretro tenía el Asilo del Carmen dispuesto. Pude haber dormido en un hotel, pero me pareció una falta de respeto para con aquella mujer que había pasado diez años en la soledad de un asilo viviendo. 

    Al alba me despertaron dos hombres; teníamos que partir al cinisterio. Recuerdo que me lave la cara, y sin desayunar seguí al coche mortuorio hasta el camposanto. Bajaron el féretro del coche, y en volandas, con prontitud y más rapidez, llegamos al panteón donde moraba mi primo segundo en su caja; allí estaba también mi tío, el esposo de la tía Eduvigis, los padres de ambos, y allí, estaba escrito en el testamento de mi primo segundo, quedaba un sitio donde yo pudiera alojarme si alojarme en aquel sitio quería, que todos me esperaban agradecidos, y tan solo me pedían que llevase conmigo la libreta de ahorro para comprobar si, efectivamente, había gastado el dinero en lo dicho en el testamento o bien había desviado algún fondo en mi provecho propio. 

     Como quierase que en el testamento de mi primo segundo quedaba yo como propietario del panteón familiar, saqué de allí los cuerpos de mi tía Eduvigis, de su esposo y de su hijo, y de los abuelos de mi primo segundo, depositándolos en una tumba general que poseía el cinisterio, y después vendí el panteón general, quedándome con los dineros de la venta por los servicios bien cumplidos. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario