DOCUMENTO ANTERIOR: 01295
DOCUMENTO ANTERIOR: 01533
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Odeón se ha ido, y tú aún la amas...
Leonor no comprendía la deriva de Hoyas.
POR ENTONCES FRISANDO LOS CINCUENTA AÑOS.
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Es cierto –respondió a Leonor-
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Sin embargo la rechazaste –recordó Leonor años más
tarde, cuando a la vuelta de una esquina lloraba Odeón aquellas cuitas forjadas
en su huida-
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Yo amo a Odeón
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¿Y yo?
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De ti Leonor solo estoy enamorado
Leonor, en el anfitalamo que ya era su
cama, suspendió durante largos e interminables minutos la dicha de la que vivía
rodeada desde que Odeón dejase el mundo de Hoyas, pues aquella declaración de
su amor era, sin más, una bajeza; más, estaba advertida, y no cabía la
queja.
- Olvídala –le dijo Leonor- Odeón no
merece tu fidelidad. Ha huido de ti porque siempre quiso hacerlo, y no
encontrando modo de justificar su
abandono de ti, lo ha encontrado en este invento de traición que te achaca y la
refuerza en sus sentimientos de huida.
Ella no te merece, ella no te alcanza, ella no comprende la esencia última de
tus sentidos, la valentía de tus pensamientos, la razón de tu existencia. ¡Que
se valla!. ¡Déjala!. Ahora podrás vivir plenamente como un hombre. Ahora podrás
amar a quien tú quieras.
Hoyas la contemplaba como a la mejor de sus
amigas, allá en la Casa
de Aguas donde se refugiara. Leonor lo supo por Judas; la ida de Odeón y la
escapada hacía la nada de Hoyas. Desde entonces se ocuparía de las sabanas, de
ventilar las migrañas, de separar las cosas buenas de las malas, irradiando las
esencias que a Leonor adornaban. Sin embargo algo en Hoyas se quebraba, que no
era el enunciado principio de amistad que con ella limpiamente sostenía, sino
la exultante manifestación del pene goteando ante el olor escapando de la
vulva. Esto afectaba a las miradas de ambos, propiciaba la confusión en sus
pensamientos e inquietaba la vehemente revolica de sus cuerpos. Sin embargo,
era tarde. Leonor ovulaba entre idas y venidas. Hoyas apenas levantaba enhiesto
el órgano de sus gracias. La vida se vengaba de ambos entre las paredes de La Casa de Aguas.
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Siento Leonor que todas las
ataduras de mi vida se han roto en un sinfín de vaguedades. Sin ella soy otro
distinto a mi mismo, sin Odeón el invierno de mi existencia, en el cual penetro
sin remisión, se inicia con la aspereza de las incongruentes resultas de mi
permanencia. ¿Qué puedo hacer si ella era yo convertido en mí?. Mírame el
rostro, llevo escrito en mis mejillas el eximio odio. ¿Debo de morir odiando lo
que he sido?. Se ha ido, me ha dejado revuelto en un campo de desesperanzas,
ciego y sordo, mudo, sin extremidades, con un tronco respirando el sabor
iracundo de la muerte.
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Pero... ¿qué buscas en su
recuerdo?
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Con los recuerdos, solo los
recuerdos.
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Pensamientos necios...
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Muriendo al recordar los
hechos y sucesos que han conducido mi vida en su seno.
¿Qué
decía?.
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¡Olvídala! –insistía-
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Odeón está muerta...
–balbuceaba Hoyas-
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Larga de ti Hoyas el
pensamiento necio –adiestraban los labios de Leonor los oídos de Hoyas-
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¡Que distinto es el mundo
fuera del seno de Odeón!- replicaba Hoyas evadido en los recuerdos- Ella ordenó
fuese incinerada y sus cenizas fuesen quemadas, y aquel rescoldo fuese
esparcido por los mares..., yo entonces no lo comprendí, pero su destino y el
mío no viajaban en paralelo, no tenían un fin común, porque donde ella dijo
mar, yo dije tierra. Porque no es bueno
que un hombre y una mujer vivan mas de una vida juntos. No fue un capricho de
la razón esta conducción del pensamiento al crematorio, sino, en mi caso, una
justificación de la razón, diría yo una tragedia del entendimiento, que si bien
está que soporte el hombre la presencia de otros hombres en esta vida de los
vivos, doloroso es pensar en seguir en tan extrema aventura en el mundo de los
muertos. Suficiente es soportar a
los hombres en sus casas, al vecino con sus ruidos, a los amigos con sus
llamadas, a los recaudadores con sus reclamaciones, a los hombres en las
calles, como para terminar, por la eternidad, en un nicho soportando al muerto
de arriba y al de abajo, al de la derecha y al de la izquierda, uno que entra y
otro que sale, uno con su especial patología y otros con sus costumbres sin
horarios, vivos paseando por las calles del cementerio, olores a flores,
siempre las mismas olores de las mismas eternas flores, gentes que van y vienen
con sus llantos y ambigüedades, ver como un buen día a tu vecino muerto lo
desalojan de su nicho los enterradores, porque los familiares del finado ya no
pagan el alquiler de la vivienda del muerto, pues ya hace tiempo que murió el
muerto y cicatrizaron los dolores y es una pena gastar dinero en mantener a un
holgazán como, bien sabemos, es un muerto. ¿Y qué necesidad tiene un hombre de
padecer todo esto vivo y, después, muerto?. Debo confesar que tuve una caída en
estos mis pensamientos, y pensé en un mausoleo, y en vez de vivir entre la
chusma en un nicho, tener mi propia casa, todo un edificio, en un cementerio
tranquilo, más... un edificio entero tiene un alto mantenimiento y no confiando
en mis hijos para su limpieza y aseo, y que basta estar en el cementerio para
no ser feliz de hecho, rechacé, por fortuna, ser de la clase opulenta de los
muertos como antes hiciera vivir, por la eternidad, en un bloque de
apartamentos. Es por lo dicho que quemado y esparcido al viento una tarde de
otoño frío hasta perderme a mi mismo es mi último grito. Y ella, lejos;
navegando por la mar y llegando a los extremos.
Todo el cuerpo en deshecho movimiento al
infinito. Hoyas temblaba por un dolor producido entre aquellas miasmas de los
años quemados al frío; delirios. Setenta años de vida montados sobre las olas
de río, rodeado de maderos que pasan riendo, sorteando las piedras, cantando,
llevándose con ellos los pocos donativos guarecidos en el almacén de las
ofrendas y de los olvidados ritos, y en uno de ellos, malditos maderos sin
rumbo, haciendo equilibrios, humedecida desde el mentón hasta la cresta, La Calavera sonriendo como
nunca antes la había visto, entrándole el agua del río por el magno foramen y
ahogándose por entre las gotas que formaban el caudal de aquel río.
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Ven amigo mío, ella se ha
ido.
Le decía el Anciano.
Es una de las enfermedades más terribles.
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