lunes, 22 de abril de 2013

01406-18.NECROLOGÍA: Todo muerto es un holgazán

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-   Odeón se ha ido, y tú aún la amas...
     Leonor no comprendía la deriva de Hoyas.

     POR ENTONCES FRISANDO LOS CINCUENTA AÑOS.

-   Es cierto –respondió a Leonor-
-   Sin embargo la rechazaste –recordó Leonor años más tarde, cuando a la vuelta de una esquina lloraba Odeón aquellas cuitas forjadas en su huida-
-   Yo amo a Odeón
- ¿Y yo?
- De ti Leonor solo estoy enamorado

     Leonor, en el anfitalamo que ya era su cama, suspendió durante largos e interminables minutos la dicha de la que vivía rodeada desde que Odeón dejase el mundo de Hoyas, pues aquella declaración de su amor era, sin más, una bajeza; más, estaba advertida, y no cabía la queja.        
  
-   Olvídala –le dijo Leonor- Odeón no merece tu fidelidad. Ha huido de ti porque siempre quiso hacerlo, y no encontrando modo de  justificar su abandono de ti, lo ha encontrado en este invento de traición que te achaca y la refuerza en sus    sentimientos de huida. Ella no te merece, ella no te alcanza, ella no comprende la esencia última de tus sentidos, la valentía de tus pensamientos, la razón de tu existencia. ¡Que se valla!. ¡Déjala!. Ahora podrás vivir plenamente como un hombre. Ahora podrás amar a quien tú quieras.

     Hoyas la contemplaba como a la mejor de sus amigas, allá en la Casa de Aguas donde se refugiara. Leonor lo supo por Judas; la ida de Odeón y la escapada hacía la nada de Hoyas. Desde entonces se ocuparía de las sabanas, de ventilar las migrañas, de separar las cosas buenas de las malas, irradiando las esencias que a Leonor adornaban. Sin embargo algo en Hoyas se quebraba, que no era el enunciado principio de amistad que con ella limpiamente sostenía, sino la exultante manifestación del pene goteando ante el olor escapando de la vulva. Esto afectaba a las miradas de ambos, propiciaba la confusión en sus pensamientos e inquietaba la vehemente revolica de sus cuerpos. Sin embargo, era tarde. Leonor ovulaba entre idas y venidas. Hoyas apenas levantaba enhiesto el órgano de sus gracias. La vida se vengaba de ambos entre las paredes de La Casa de Aguas.  

-   Siento Leonor que todas las ataduras de mi vida se han roto en un sinfín de vaguedades. Sin ella soy otro distinto a mi mismo, sin Odeón el invierno de mi existencia, en el cual penetro sin remisión, se inicia con la aspereza de las incongruentes resultas de mi permanencia. ¿Qué puedo hacer si ella era yo convertido en mí?. Mírame el rostro, llevo escrito en mis mejillas el eximio odio. ¿Debo de morir odiando lo que he sido?. Se ha ido, me ha dejado revuelto en un campo de desesperanzas, ciego y sordo, mudo, sin extremidades, con un tronco respirando el sabor iracundo de la muerte.
-   Pero... ¿qué buscas en su recuerdo?
-   Con los recuerdos, solo los recuerdos.
-   Pensamientos necios...
-   Muriendo al recordar los hechos y sucesos que han conducido mi vida en su seno.
     ¿Qué decía?.
-   ¡Olvídala! –insistía-
-   Odeón está muerta... –balbuceaba Hoyas-
-   Larga de ti Hoyas el pensamiento necio –adiestraban los labios de Leonor los oídos de Hoyas-
-   ¡Que distinto es el mundo fuera del seno de Odeón!- replicaba Hoyas evadido en los recuerdos- Ella ordenó fuese incinerada y sus cenizas fuesen quemadas, y aquel rescoldo fuese esparcido por los mares..., yo entonces no lo comprendí, pero su destino y el mío no viajaban en paralelo, no tenían un fin común, porque donde ella dijo mar, yo dije tierra.  Porque no es bueno que un hombre y una mujer vivan mas de una vida juntos. No fue un capricho de la razón esta conducción del pensamiento al crematorio, sino, en mi caso, una justificación de la razón, diría yo una tragedia del entendimiento, que si bien está que soporte el hombre la presencia de otros hombres en esta vida de los vivos, doloroso es pensar en seguir en tan extrema aventura en el mundo de los muertos. Suficiente        es soportar a los hombres en sus casas, al vecino con sus ruidos, a los amigos con sus llamadas, a los recaudadores con sus reclamaciones, a los hombres en las calles, como para terminar, por la eternidad, en un nicho soportando al muerto de arriba y al de abajo, al de la derecha y al de la izquierda, uno que entra y otro que sale, uno con su especial patología y otros con sus costumbres sin horarios, vivos paseando por las calles del cementerio, olores a flores, siempre las mismas olores de las mismas eternas flores, gentes que van y vienen con sus llantos y ambigüedades, ver como un buen día a tu vecino muerto lo desalojan de su nicho los enterradores, porque los familiares del finado ya no pagan el alquiler de la vivienda del muerto, pues ya hace tiempo que murió el muerto y cicatrizaron los dolores y es una pena gastar dinero en mantener a un holgazán como, bien sabemos, es un muerto. ¿Y qué necesidad tiene un hombre de padecer todo esto vivo y, después, muerto?. Debo confesar que tuve una caída en estos mis pensamientos, y pensé en un mausoleo, y en vez de vivir entre la chusma en un nicho, tener mi propia casa, todo un edificio, en un cementerio tranquilo, más... un edificio entero tiene un alto mantenimiento y no confiando en mis hijos para su limpieza y aseo, y que basta estar en el cementerio para no ser feliz de hecho, rechacé, por fortuna, ser de la clase opulenta de los muertos como antes hiciera vivir, por la eternidad, en un bloque de apartamentos. Es por lo dicho que quemado y esparcido al viento una tarde de otoño frío hasta perderme a mi mismo es mi último grito. Y ella, lejos; navegando por la mar y llegando a los extremos. 

     Todo el cuerpo en deshecho movimiento al infinito. Hoyas temblaba por un dolor producido entre aquellas miasmas de los años quemados al frío; delirios. Setenta años de vida montados sobre las olas de río, rodeado de maderos que pasan riendo, sorteando las piedras, cantando, llevándose con ellos los pocos donativos guarecidos en el almacén de las ofrendas y de los olvidados ritos, y en uno de ellos, malditos maderos sin rumbo, haciendo equilibrios, humedecida desde el mentón hasta la cresta, La Calavera sonriendo como nunca antes la había visto, entrándole el agua del río por el magno foramen y ahogándose por entre las gotas que formaban el caudal de aquel río. 

-   Ven amigo mío, ella se ha ido.
     Le decía el Anciano.

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