miércoles, 28 de octubre de 2015

02563-17.AGUAS ALTAS Y BARAÑES: Las colmenas del charamiter

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02007 (13.10.2014:  De Cataluña y de las Leyes)

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02858 (12.04.2016 - 03.Iborra de Flandes se confiesa con su hijo)


      Mientras destinaba los días a tener olvidadas los quehaceres de aquel invierno, dedicábanse en la casa a reponer los muchos quebrantos y necesidades que el vivir presentaba; Clotilde era la primera, y junto a ella las nueras de Magdalena y los Giner, que eran muchos por aquellos tiempos, ya que procedían de José Giner, aquel que levantara casa en tierras de Barañes bajo el auspicio de Lorenzo Ivorra de Flandes, y que casara con Flor y María Arnau, hijas, ambas, de Pere Arnau y Romualda, que tuviera con la primera seis hijos y cuatro con la segunda después de los sucesos que condujeran a la muerte a Evelino. Los nietos de José Giner se contaban por más de treinta, y todos ellos se extendía por Cobes, que fuera el primero que venido de Busot se casara con la mayor de las hijas del Giner y ocupara aquel valle, y ya tenían sus hijos e hijas, que se dedicaban al esparto que almacenaban en la casa de Barañes, por lo que se hacía necesario ampliar la misma. Se contrató con Emérito de Marchena se levantasen cuatro paredes libres de grueso de dos pies, de cuarenta y cinco pies de larga dos de ellas y treinta las otras, con una única entrada de carruajes por una de las mayores, y media docena de ventanas a dieciséis pies de alto, con una naya de la misma medidas y de mitad altura, toda de madera y con cuatro ventanucos, todo techado y sostenido por los necesarios pilares de ladrillos y vigas al uso de la obra, así como a enladrillar toda la superficie del suelo que ha de quedar encubierta por los citados muros que han de levantarse, debiendo iniciarse de aquí a quince días y no alzando de ella las manos hasta que estuviese terminada, lo más tardar al nacer de la primavera. Desde la puerta de la casa de Barañes las mujeres, que trabajaban en el hilado del esparto, veían el levantarse de la pieza de Marchena, y a Cristóbal en el pequeño monte de enfrente, donde se esforzaba en abrir unas colmenas que le asegurasen su vida en esta tierra. Trabó enseñanzas con un cerero de Jijona, a quién pago con una mula que naciera aquel mismo año, que según dijo el cerero bien le venia para el reparto de la cera; construyéronse media docena de colmenas de alzas,  con sus bastidores y trencas. En primavera las obreras cruzaban la piquera, y echábanse, desde allí, a volar sobre los campos que ofrecían a sus necesidades el polen imprescindible, que con los azúcares suficientes segregaban la cera que inicialmente formaba parte de los alvéolos de los panales, y que significaba para Cristóbal una más larga vida. Un día el jijonenco se presentó encubierto con la mula en la casa de Barañes, y al ser preguntado por Cristóbal sobre el estado de sus ceras, dijo el cerero que tal era su estado que no quedábale ni cera en el oído, que venía muy disgustado por las malas cosas que le acontecían, que allá en su pueblo le perseguían, que todo lo tenía por perdido y que hallábase allí, en Barañes, a la espera de acogerse a su ayuda y protección, que necesitaba un lugar donde guarecerse de los enemigos que le perseguían..., y tales eran las desgracias que atesoraba, que le devolvía la mula que en el pasado le sirviera de pago, que a su bondad y cristianos conocimientos de la naturaleza, por no quedarle más amigo en la tierra, se sometía. Y viendo Cristóbal, sin saber por qué, que recuperaba la mula y a un servidor que le cuidase de su vida, lo tomo a su servicio y con el encargo de cuidar las colmenas del alto de La Carrasca. Pasado un tiempo que considero prudencial y acercándose a lo alto de la colina, le inquirió seriamente a que le contase la verdad de sus descalabros, y el cerero, que al principio intentó zafarse del compromiso, claudicó diciendo que una suerte de malos negocios le condujeron a quedarse sin blanca, y surgiendo como fue que uno del pueblo, de la familia de los Cremades, debía partir a unos asuntos a Cataluña, repartió entre varios vecinos diversos instrumentos y materiales que tenía almacenados en su casa, para su guarda, y dejo pagado un depósito, con la intención de todo recuperarlo a su regreso, y como se veía que no regresaba y andaba el cerero tan falto de dineros, tomo como suyos las cosas que dejara en depósito el Cremades y las vendió; cien husos con su coronelas, un huso de torno, más de doscientos rodetes, otros tantos canonetes, tres moldes de hacer coronelas, diez esclopos, una barrena, un compás, una lima redonda, una sierra, una verga de hierro, tres pies de candeleros de madera, una manija de hierro conque hilaba el torno, cincuenta escalas de madera, un huso de devanadera, varias piezas de madera sobre las que armar el torno, un árbol del torno y el madero para su asiento, un arca con muchas cosas y sellada con una cerradura que forzó, una estera de esparto...., hasta que apareció el Cremades, y Cristóbal lo contuvo, y al preguntarle que hizo con las monedas, enterose que una mujer se las quedaba a cambio de entregársele. Desde entonces vigilaba más encendidamente las colmenas el Ivorra, avisado como lo fuera por Clotilde que no quitaba al jijonenco su vista.
    
Con el paso de los años, cuando sus fuerzas fueran menguando, enseñaría a sus hijos, Carlos y Lorenzo, el trato con las abejas, que eran la fuente de su riqueza y el elixir de su vida. Era preciso mantener, día y noche, la llama de la vela, que mientras prendiese la cera no faltaría caudal en las venas.

Año de 1722  

   Carlos no tuvo por suyo que aquel Cristóbal fuese su padre mientras lo veía manejarse impunemente entre los animales voladores que, con tanta furia, en su temor, veía se lanzaban sobre él; no soportaba aquel enjambre de asquerosos bichos, ni comprendía las explicaciones de su padre sobre la luz encendida, ni entendía aquel riesgo al que su padre lo sometía; odiaba aquellas colmenas de paja entrelazada con forma de campana, donde las abejas confeccionaban sus panales sujetos por unas varillas, que su padre coleccionaba, casi dos docenas, en el alto del Charamiter. Tenía dicho a todos que en cuanto descubrieran un panal colgado de la rama de un árbol quedase él avisado para que pudiese, zarandeando la rama, introducir el panal silvestre en su colmena de paja, la cual dispondría idóneamente sobre un soporte plano levantado sobre cuatro patas y la dejaría en aquel lugar adecuado. Para su vida, insistía, aquellos insectos eran necesarios. No les exigía que por el measen sino que atendiesen a las buenas abejas por amor a su padre. En los meses de marzo a junio los propios insectos se cuidaban de toda su actividad, haciendo frecuentes viajes por los campos que pletóricos ofrecían gran variedad de flores. El resto del año era suficiente con cubrir con una redecilla la piquera de la colmena, permaneciendo así a las abejas en su interior, impidiendo la entrada de animales extraños y manteniendo ventilada la colmena. En otoño sobraba con suministrar algo de líquidos azucarados y vigilar en invierno el buen reposo de las abejas. Entretanto siempre mantenerse alejado. Las abejas se rebelaron una mañana contra su hermano Lorenzo y este, en estampida que huía, rodó por la parte del monte que daba al barranco, precipitándose sobre su lecho. Cuando fueron a recogerlo ninguna cargaba sobre él, sin embargo todo el brazo siniestro lo presentaba magullado, abiertas las carnes, ensangrentado y dolorido. Hubo, pocos días más tarde, que hacerle viajar hasta Alicante, donde las técnicas de un cirujano y los oficios de un barbero acabaron con aquella parte de su cuerpo, después de que atornillado el brazo le serrasen el antebrazo. No pudo este suceso acabar con aquel arte que Cristóbal practicaba en el alto del Charamiter, por mucho que Clotilde insistió e insistieron los demás de la casa. Desde entonces Carlos se negó a subir al monte de las colmenas, y Lorenzo lo ignoró por el resto de su vida.

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