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- Debéis, señor, dejarla; es mujer casada -consejo
que desagradaría a don Manuel-
Santa Águeda
recibió de don Manuel, con quién entró en cama reiteradas veces, siendo mucho
el fuelle que evacuó en ella, algunas bondades que la convencieron y animaron a
seguir en aquel camino de conquista. Es preciso afirmar que no reparó en ella,
con la adecuada contundencia que era lo ordinario en el común de los hombres,
don Manuel durante la visita que realizó al Rincón Ancho el día de San Miguel
de aquel año, por hallarse en casa José García, quien, al desmonte, lo
introdujo en casa al instante, sabedor de las tendencias criminales del señor.
Tuvo que pasar algún tiempo.
En un día
de san Miguel de cualquier otro año, un aguacero monstruoso se apoderó de los
caminos y de los montes, y hubo, aquella noche, don Manuel, de pasarla en la
casa del Rincón Ancho. Al despuntar la luz del día la lluvia seguía llenándolo
todo de agua, y fue al mediodía que se abrieron los cielos al sol y fue
aprovechado por don Manuel para regresar a Alicante. Durante la mañana concibió
don Manuel hacerse con Santa Águeda y, por la tarde, escuchando a José García,
mandándole se ocultase cada vez que aquel hombre viniese, concibió Santa Águeda
la idea de hacerse con don Manuel.
Todos
miraban a Santa Águeda con la punta del pito, y pensaba José García que así
era, y soñaba que así era, que no de otro modo él la veía, y mientras cubría
los campos sentía que así era. Mientras la jodía imaginaba que la follaba, tal
era la obsesión de José García por Santa Águeda, y siempre que la veía, la
miraba a la entrepierna y nunca a la cara, de ahí que nunca supiera, en toda su
existencia, lo que aquella mujer pretendía y que supiese de su hermosura por
cuanto oía narrar a los demás.
Con el
paso de aquellos años, dispusiéronse los acuerdos tomados en las bodas de José
Giner con Flor Arnau; casó primero Camilo García de Ginebra con Romualda Arnau
de Romualda, y se ratificó la boda de Evelino con María para cuando los novios
tuviesen la edad adecuada. La realidad del casamiento de sus hermanos
desequilibraron la conciencia de Miguel García de Ginebra, mayor que los otros,
quién siempre había padecido de cosas de cabeza. Pidió Miguel a José García le buscase
mujer, diciéndole éste que tal haría, lo que no hacía al transcurrir del
tiempo. Un día, al regreso de los campos, lo halló subido sobre Santa Águeda,
quién al punto que vio a José García gritaba y se rebelaba contra Miguel, sobre
quién profería mil insultos y desalientos; arrancándolo de la hembra, lo azotó
y rasgole el capullo, de lo que se entiende fueron muchos los gritos que
tronaron por las rocas de la
Sierra del Hombre, y hartos correspondidos por los aullidos
que se filtraban por las "bocas del infierno". Una voz de rojo color
llamaba a la mente de José García, "desátale" decía, pues lo tenía
prendido, por soga, al tronco de un algarrobo que vivía próximo a la casa y que
allí pusiese la naturaleza, lo que hizo, que era mas atufo soportar la iniquidad
de aquella voz que verlo libre.
- Cuando lo tenías en ti y gritabas, ¿por qué
gritabas?, ¿gritabas de placer o de dolor?.
- ¿De qué sino de dolor? -respondió Santa Águeda-
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