jueves, 8 de agosto de 2013

01523-11.EL FIN DE LA HISTORIA: Cómodo con la Tía Odeón

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DOCUMENTO POSTERIOR:  01767



- El hombre es libre siempre que obedezca -dice Cómodo-

     Era tiempo de guarda de silencios, de tiempo largo y lento, en cuya textura cabe una humedad intocable, una hinchazón de los nervios y una fealdad indescriptible. El tiempo pasando era lo que sucedía, y esto, en aquellos días de derrotas eternas, vagaba por su mente, siempre confusa y asustadiza, cimentando un impulso de vaivenes, una estrecha sensación a moho y a escuchas, la tenue necesidad de guardar silencio, el siempre pesado caer del cuerpo. De su voluntad huida nada sabía, no había escrito la condenada, ni dicho su paradero; cada mañana la llamaba y decía "¿dónde estás voluntad?". Cómodo en esto se buscaba, y no por hallarse sino por moda de encontrarse. A donde iba alguien volvía, y al volver siempre alguien iba. Eran baldíos los esfuerzos, que a nada conducían, cuando al dirigirse al que volvía aquel no sabía, y cuanto sabía quién iba, y eran baldíos los esfuerzos tratando de vivir en los sueños de aquellos que veía. Este tiempo de dialogo, llano y claro, de frases cortas y ausencias de comas, de lineales oraciones y no quebradas sensaciones, sin pretensiones ni aspavientos literarios, condujo al Héroe de Herpetol a la condición de escucha. Si escuchaba asentía y otorgaba, sus decires, de supremos en otros tiempos, se recluían en celdas compactas y estrechas, y apenas un halo de vulgaridad lograba obtener. Este trabajo, escuchar, era pesado y sostenerlo suponía un gravamen ínfimo para su supuesta condición de hombre extraordinario y ser predestinado al triunfo. Su esfuerzo era reconsiderar, sobre variaciones y tonalidades, frases dichas en tiempos mas venturosos y fértiles, cuando no tratar de recordar, siempre envuelto en esa vena del morir, la grandeza de los significados y el orgullo de los resultados. Esta general situación de Cómodo lo abarcaba en una decadencia y pérdida de si mismo, hasta el extremo de ya no ser sino aquello que nunca quiso ser. La vida, podemos afirmar de modo harto firme al tenor de lo relatado, le había vencido y terminantemente humillado. Este tiempo de voluntad huida, el tiempo siempre inacabado, que materializa las irrealidades de los hombres hace que poco a poco, y con el espectral cruzar del silencio, caigan los hombres en fosas impracticables pero que resultan harto gratas y más seguras que peligrosas. A pesar de la oscuridad de esas fosas los hombres se guardan en ellas, salvando las irrealidades, mirando, por el hueco, hacia arriba, al cielo. Y con ese estrecho canuto de visión y ese firmamento tan pequeño, salta de fosa a fosa y siguen viviendo. Allí hace Cómodo sus copulaciones. Y dice "un asunto es lo que yo quiero creer, otro asunto es lo que estoy destinado a creer". Cómodo es un hombre vulgar.

- Más, no por esto renuncio a vivir -le dice Alcocó-

     Clarea la oscuridad y todo en ella se vuelve mas oscuro, calma la tempestad en la cabeza, todo es alegría. Estamos presentidamente vivos, de aquí que constantemente la vida de Cómodo sea demostrar que esta vivo, que piensa, que es valiente y fuerte, que nunca miente, y que eso ya lo dijo ayer. El esfuerzo de hoy no sirve para vivir mañana, salvo que este esfuerzo resulte un fracaso y conduzca al demérito y a la opresión. Hay, que duda cabe, una alegría que se vuelve contra el hombre cuando el hombre hace uso de esa alegría y la desparrama y no la evita. Cómodo estaba, del modo que se cuenta, sujeto al olvido propio y al ajeno y esto sin entrar en considerar cual de los dos es más deplorable y cual más absurdo. Más es el olvido lo que nos hace seguir viviendo. De niño, de la mano, de paseo lo trasladaban de un lugar a otro, en ocasiones por la Explanada, al son de la banda municipal que allí cantaba, en ocasiones, en el estío, a la playa de San Juan, otras al Postiguet, rara vez a la Albufereta, a la que tomaban por la playa de los burros, pues en ella andaban los asnos y los egipcianos, todos a una, en ocasiones, siempre de la mano, lo paseaban, sin más, por calles y plazas, por las ruinas de Lucentum, donde Cómodo mordía hermosos bocadillos de tortilla de patatas y tomando de los muros piedras las lanzaba al aire, y hacía equilibrio sobre aquellas ruinas, y agujeros, y daba patadas a los muros por ver si caían, en ocasiones el cinematógrafo era su destino, en alguna ocasión fueron los toros con aquel señor Mariano, el Hércules apenas en alguna ocasión, a veces era llevado a una casa en la calle del Socorro, que era antigua judería y arrabal a la intemperie de los muros, asomada, por entera, sobre el pretil de contención, a los pies del Benacantil, donde la tía Odeón vivía. No era Odeón su tía sino una amiga, decían, de la familia, que era creyente y era devota, que tenía una discreta casa, limpia y siempre cerrada. A los ojos de Cómodo era Odeón una mujer hermosísima, de mayor buscaría un calco de ella, que en todo amaba Cómodo a Odeón. Sin embargo, Cómodo temía verla, ciscábase de miedo solo al verla, que no quería el niño que la mujer adivinase el amor que por ella evacuaba; luego, en cuanto la besaba, su amor se evaporaba, sentía oculto aquel sentimiento enamorado que tanto le aterraba. Era en aquella casa, donde Cómodo tantas aventuras inventara, que por ella se colaba sin obstáculo alguno, que había sobre la cama de Odeón, la que nunca Cómodo tocara, un Cristo sujeto a la pared, sobre una cruz de afilada base puesto, un hombre agonizante, desnudo y seco, que sobre ella, decía Odeón, protección ejercía. El Cristo de pies juntos y brazos abiertos tenía su mirada clavada en el lecho de la tía Odeón, por lo que tenía suerte en su sufrimiento ya que a Odeón la podía contemplar en cueros. Cómodo odiaba a aquel que sufría mientras disfrutaba del cuerpo de Odeón; un día Cómodo, escondido, conoció de ella sus pechos, aquellos que primero viera, los que nunca olvidaría. Un día Odeón no abrió los ojos, pues impedido se lo tenía el Cristo, y amaneció con la cruz incrustada en el cuello; Cómodo pregunto a su padre:

- ¿Cómo es que nada a este Cristo cubre su cuerpo?

- Es cierto... -musitó el padre. De normal todo Cristo cubría la entrepierna con un paño; aquel no-

- ¿Y esa gota que gotea del pene? -preguntó Cómodo-

- Aprende de esto, hijo mío, como es que el amor mata.

     La vida es un continuo levantarse después de un inesperado sueño con el fin de ejecutar decisiones incomprensibles. Solo entonces pareció sentirse tranquilo

- ¿Qué hay que tener como virtud personal para ser jefe?


- Miedo a perder el poder.

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