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02516 (01.10.2015 - Y decía el Presidente)
Miraba María desde el
interior de la torre a la expandida ciudad de Impala. Aquel hombre que estaba
muerto aún la amaba. Era su sentido de la realidad lo que le hacía descarriar,
por lo demás ella siempre le amó. "En el mundo de las decisiones, mi
pequeña María, la hetaira es la señora" aconsejole La Señora. Fue pasando el
tiempo con la misma eterna lentitud que le es común desde que naciera. María
errátil pasaba las mañanas en la torre hasta que llegada la hora del comer se
preparaba algún alimento que la distrajera de los muchos quebrantos que venía
sufriendo, en especial la ausencia que a tales horas del día tenía de la
presencia del Empíreo. Por el amanecer de las tardes dormía y se esforzaba en
las horas siguientes en despejarse y ataviarse de encantos, pues al despejarse
el sol por el poniente era llegado el punto de las visitas del Empíreo. Sin
embargo, al tiempo que los días se sucedían mas prietos y compactos, reducianse
las llegadas del Empíreo, quien justificaba sus ausencias por lo mucho que
tenía que platicar con el portazguero del éter. María tal no comprendía;
"¿qué tenia él que hablar con el portero?". Y nacía en ella la
desesperanza, pues qué hacía allí recluida. Contemplaba su vida con la visión
viviendo en los recuerdos, con el ánimo restregado de sueños y un ímpetu
antinatural de seguir respirando. Pero..., ¿para qué?. Con la muerte del
Empíreo el sentido de la vida había muerto, ¿para qué seguir viviendo?. Su
pecho, sin embargo, vivía en desasosiego, como si de su natural adentro algo
dormido quisiese salir a la luz de los días, a la luz de las noches, a la vida.
En estos momentos respiraba y un alivio hacía retroceder aquellos malos pensamientos
que la atenazaban, de modo que cuanto mas recejaba mas hacía el futuro iba
corriendo. No era aún, no cabia duda, tiempo de morir, que la luna al pasar por
la linde de la ventana le sonreía y animaba a seguir viviendo, causándole
placer saber que sus palabras, viajantes por el universo, anunciaban a los
astros que vivía prisionera en aquella torre que acrecentaba sus tormentos,
mientras con cadencia interminable, por las noches, en el salón, al paso de las
noches aprendieron a callar sus palabras, que cuando alguna salía de su
garganta expandiase libre por la sala hasta ir a morir en las paredes que
ponían fin al espacio, de modo que nada se les oponía, de modo que dejaron de
salir de su garganta palabras, y ella cerraba los ojos y sonreía, aunque nadie
la viera ser feliz en aquel salón donde descansaba su vida. De niña, María,
imaginaba su viejo cuerpo desnudo, su piel llena de pliegues, un sabor
enmohecido, la paz del tiempo impregnando sus pensamientos. Más aquel espejo
sólo le infundía miedo. Deseaba la muerte antes que enfrentarse a la
desconocida tarea.
Y los veía.
Como miraban la casa e
intentaban abrir la puerta.
Aquella puerta del Chaflán
que ya no se abría.
Con aquella llave ante la
cual la puerta cedía.
- ¿Está seguro que es ésta la llave?
El Haz de Seguridad ya no
estaba seguro ni de estar vivo.
Se levantó de hombros y
miró, al tiempo, al infinito.
- ¿Qué hacemos?
- Trápalas -sentencio el Presidente del Gobierno; no era cierto que
las paredes de la casa se mostrasen untuosas, que las portones no estuviesen,
que aquella mujer no apareciese, y todo era una maquinación de aquellos
hombres, un ingrato trajinar, les decía con el rictus desencajado- ¿Dónde están
las llaves que abre ésta casa? -Y se la enseñaron tras preguntar; le ofrecieron
tomase las llaves que abriendo la casa ayer, hoy no la abría. Allí, sentados,
se miraban. No estaban preparados para carearse con aquella senda en la cual el
Empíreo los había encauzado; zigzageaban por unos lugares desconocidos entre
arbolado y arbustos, rocas de enorme tamaño y crestas enfiladas a los cielos,
que hallándose tras una tupida manta de nubes apenas si dejaba traslucir alguno
que otro rayo de sol. Por ella viajaban al son de los cantos que seres
peligrosos emitían de continuo; por esto era que todos callaban, por no hacerse
oír, por no descubrir a las alimañas de aquellos parajes, su presencia y azuzar
en ellos las ansias de engullirlos. Porque en estas épocas de palideces los que
hablan son los primeros en caer en el triste agujero de la muerte. Que los
hombres nacen para ser olvidados. Este apocamiento los llamaba a reunirse
esperando que entre ellos surgiese el primer paleto, un dúctil sin futuro que
los arropase y protegiese, alguien que respondiese "en punto muerto".
El Presidente del Gobierno mostrabase condescendiente con aquellos hombres
acobardados por la ignorancia de no saber que sería de ellos, pero prudente
para consigo mismo, pues en la misma situación en blanco se encontraba su
conocimiento de las cosas. Dijo el Presidente del Gobierno que la economía
pendía mucho de Impala, de las inversiones que realizaba, de las seguridades y
protecciones que ofrecía no sólo a esta nación sino a otras muchas naciones, a
sus organizaciones no gubernamentales y en general a los espacios culturales,
deportivos y productivos. Aquella inusitada situación, en opinión de algunos
hombres sabios, podría devenir a desuetos peligros, revenidos por el tiempo y
cargado de grandes ultrajes; dijo que necesitaba de ellos una respuesta y si
acaso no la tenían el gobierno tomaría a su cargo a Impala. Sonrieronse, de
entre ellos, algunos, pues era Impala quien sostenía al gobierno y muchas de
las naciones que mostraba sus banderas como símbolo de sus independencias. No
era posible que el gobierno se hiciera cargo de Impala. Añadieron que, de
momento, era mejor soportar la tostadura a la que les sometía el Empíreo, hasta
que supieran de los exactos conceptos de sus sueños-
No quedaba otro remedio.
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