DOCUMENTO POSTERIOR: 01681 - 01730
Descubrió Cristóbal una ciudad más grande, no tanto
porque el número de casas fuese mayor sino porque la nueva línea de muros había
abrazado el antiguo arrabal de San Francisco, hasta donde alcanzaba y tocaba el
Rihuet, de forma que el baluarte de San Carlos perdía su aislamiento al sur de
la población, quedando enlazada a la puerta de Elche por un lienzo paralelo a
la línea de playa, y por otro muro que largándose hacia el oeste giraba, en
cerrado ángulo, a la altura del barranco de San Blas, en la intersección con el
Rihuet, hacía el este, al sur del convento de San Francisco, por encima de
Teatinos, quebrándose, de nuevo, hacía el norte, para encontrar la puerta de la Reina. Era Alicante una
ciudad sin ánimo, ahogada en la milicia, expuesta al límite de sus necesidades
más sensibles, reducidos sus moradores a un activo estado de miseria; la ciudad
era borbónica. Había rechazado el pasado ocho de agosto a la escuadra inglesa
que ocupó la rada alicantina y se escandalizó cuando llegaron noticias del día
diez, procedente de Denia, fecha de proclamación de Carlos de Austria como rey.
En otoño llegaron huestes de Jijona a la defensa del castillo y plaza de Alicante como era de
uso y costumbre y encontrábase escrito en las leyes de muy antiguo, así como en
los privilegios de los monarcas. Desde los altos de los muros, en el sector del
mar, se les podía ver, a los peones de Aguas, haciendo las guardias y sentados
sobre las cureñas de los cañones, mientras, de continuo, se recibían noticias
de la situación en Denia. Francisco García de Ávila esforzábase en la recluta
de hombres para la formación de una guerrilla y fuerza que combatiese al tirano
príncipe francés, que ya era llegado el momento de revivir el espíritu de la
segunda germanía, transformar el descontento en contento, modificar las
onerosas condiciones de vida, rechazar la miseria, avivar el espíritu de
libertad y hacer efectivo la revancha contra los nobles. Era preciso comprender
como era el Borbón un noble y como era el austriaco un campesino. Llegaron
noticias de la fuerza de Basset y de la habilidad de Gil Cabezas, de como Luís
de Zúñiga cercaba a Basset en Denia y era traicionado por Rafael Nebot, al
tiempo que dos mil ingleses pisaban las playas. Caía Gandia, Tabernes y Alcira,
y lo hizo también Valencia, Alcoy, Játiva; parecía, desde Alicante, que todo el
reino hallábase tomado por esos borbones traidores que hoy se titulaban
maulets.
La guerra
parecía pronta a acabar.
Eran
aquellos tiempos que sufrían los hombres de muchas soledades llenos, que bramaban
las bestias, de encuentros fortuitos de amigos prestos a ocasionar el mal por
el hecho de así todos entenderlo; Cristóbal soñaba que hallábase en una guerra
terminada, Pere no acertada a saber donde se encontraba su pensamiento ya que
por una parte le hablaban de la legitimidad del francés así como, de seguido,
le hacían ver su carácter despótico; le mentaban la responsabilidad histórica
de la casa de Austria y el respeto de don Carlos a los fueros que, por otra
parte, eran los fueros la mejor protección de nobles y señores del reino,
quienes no pagaban impuestos y regían los gobiernos y las tierras de las
cuales, sin trabajar, se nombraban propietarios. Juan aspiraba al héroe muerto.
Parecía, por entonces, parado el tiempo. Las huestes de Jijona regresaron a sus
aposentos. No existía el movimiento. Apenas recuperada de la última contienda,
hallábase Alicante expuesta al estado de mayor miseria y al límite de las
necesidades más sensibles, reducidos sus moradores a la indigencia por mora que
los frutos de Alicante, pocos en aquellos años de sequía, en salir de los
depósitos de los señores y de los mercaderes tenían, por la mucha y brutal
prohibición que había de comerciar con los elementos de la alianza, de modo que
eran ya cuatro los años que no se renovaban los siervos en las buchacas, ni
sobraban de las mesas de los señores las sobras que alimentaban a los pobres;
hubo quejas, ahogadas, por los muchos impuestos que tan larga preparación
militar infligía a los campos y a los oficios, alzáronse los precios, que más
que nunca parecieron jalar aquellos en aquellos tiempos, y descendieron los
trabajos en el puerto, la confección de géneros de esparto se vio truncada a
los mínimos precisos, y se perdieron aquellas faenas ocasionales que permitían
a los jornales salvar a sus familias de la horrenda hambre. Solo las tabernas y
las mujeres de coño público parecían prosperar.
Dedicaba
Cristóbal mucho tiempo a transitar por las calles de Alicante, evitando
encontrarse con quienes podían entablar con él algún tipo de conversación,
hasta que fue público el nombramiento de un nuevo gobernador en la persona del
marqués del Bosque. A su presencia fue. Al verlo ante él creyó don Francisco
Martínez de Vera que allí estaba Cristóbal llevado de su espíritu leal al rey
Felipe y por el mucho odio que anidaba en su alma contra el invasor austriaco,
por lo que viéndolo feliz calló Cristóbal sus intereses. Púsole a su lado, a su
personal servicio, por la mucha confianza que le tenía y la poca que sentía por
el resto de los allegados, lejos de los muros, de los malos tiempos y, en
especial, de la humedad de los amaneceres, cediéndole un lugar para su descanso
y vida mientras durara la guerra. En cierta ocasión recibió el encargo de su
amo para que recogiese un nuevo traje de gobernador que lo tenía ya terminado
en una sastrería. En su misión se detuvo al encontrar tendido en el suelo, todo
desparramado, como abierto a los infiernos, a Pere García; se esforzó en
levantarlo, que pesaba el condenado, entero y arrastrarlo a lugar seguro en la calle de Alpargateros,
donde lo conocían de sobra, por hallarse en ella Magdalena. Adolfo, que era
hombre viejo de la casa, apoyado en su bastón le preguntaba si era cosa de la
guerra, y si lo era tal le indicaba que era el sitio el hospital y no la casa.
Cristóbal le instaba a callar, a que abriera la puerta, y que yendo delante de
ellos preparase el cuarto de Magdalena, lo que hacía con lentitud y a
regañadientes, siendo lo primero por su natural estado de salud y lo segundo
por su natural temor a la vara de Juana, con quien tenía arrepentido haberse
casado muchos años atrás. Pudieron, en los días que siguieron, curarle las
heridas del cuerpo, que pronto supieron se debían a las muchas caídas y golpes
que contaban de lo mucho que hubo ingerido en tabernas, más no las del alma,
que seguía sin entender que hacía él en aquella insulsa guerra. Decía Adolfo:
los hombres no parecen siempre los mismos, y será que tienen el alma sin
contenido, de modo que se sufre, por el cuerpo, lo que no se tiene. Cada uno
raya la senda, que a su paso deja, con la huella de su entendimiento, y todos,
sin excepción que sea posible, la tienen por divina, ya que si vemos lo que
hemos hecho no sucede otro tanto con aquello que haremos, lo que hemos hecho no
sucede otro tanto con aquello que haremos, lo que aceptamos por necesidad
divina, que sin duda a nadie asalta la dubitación sobre que figuran las rayas,
levantándolas nosotros a la vista de todos, sino sobre quién las puso y con que
intenciones en nuestra senda. La conjetura que a los dos asalta es siempre la misma:
sois jóvenes e ignoráis el poder de la muerte, la razón de la vida y los
hechizos de las hembras. Es importante que el hombre, sea noble o plebeyo,
hidalgo o artesano, eclesiástico o mundano, guarde en casa una hembra a quien
recordar en su testamento y tenga a mano una mujer a quien adelantar el
testamento. Escucharme bien los dos, que las cosas que os he de decir son
improntas naturales: a la mujer propia no excitarás, que si lo haces podrías
despertar en ella el placer y el deseo de la infidelidad, mantenerla
embarazada, es la mejor ocupación que Dios les ha creado, y reservar la
habilidad con aquella que nada os ha de exigir sino el pago de sus servicios.
Tu Pere que jamás bebiste, bebes: ¿y cómo lo haces?, sin aprensión alguna te
aplebeyas, ruedas en la máquina envilecedora del elixir...
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