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Publicado en
Revista “Capa”
Alicante, julio de 1980
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Nunca me acuerdo de Fernando y sin embargo cada vez que lo veo me encuentro muy a gusto a su lado. Es una persona que siente especial inclinación por los temas llamados profundos, preferentemente muertos. Le agrada acabar con la vida, por eso es por lo que le entusiasma el nacimiento; un parto es para él el fin de un placer, el principio de un dolor. En alguna ocasión gustaba recordar a una mujer que le había ofrecido la grandeza de unos días y unas noches, para luego narrar con los ojos desencajados toda la tragedia que la nueva vida, nacida de aquellos días, había acarreado consigo.
Una noche estuvimos metidos en estos temas, “yo he firmado un tratado de paz con la muerte” me dijo Fernando. Creo que mis risas debieron llegar a los vecinos, máxime cuando a las mías añadió las suyas. Estábamos así que yo le dije con la misma gran confianza que él había empleado al hablar “yo no temo a la muerte”. Risas.
Dejé la casa de mi amigo y eché a andar adelante. Mis sosegados pasos se hicieron intranquilos, nerviosos, torpes; sentían una presencia. Miré a todos lados. No hay nadie. La calle a oscuras. Silencio. Me detengo en seco, oigo y comienzo a correr. Me persiguen. “Fernando, Fernando”. Y Fernando no está. Al fin lo veo durmiendo, “¡despierta, despierta!”. Y no se mueve. “¡Ayúdame!”.
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