sábado, 1 de septiembre de 2012

01127-01.EL PREDIO: 01.La abuela Covadonga

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     Cuando la abuela Covadonga le preguntó “¿cuánto hace que estas en Impala?”, Jacobo miró hacía el norte. La mujer, que conocía la importancia de las cosas, no insistió. Aquel su nieto, un hombre de treinta años al que apenas conocía, mostraba ante ella la cara del extraño que era. Lo había visto nacer entre las paredes de aquella casa, dar los primeros pasos por aquel jardín perseguido por Pedro y desaparecer de su vida tras la muerte de Cirene, su hija. Aún siendo su abuela, ¿qué podía pedirle?. ¿Amor?, difícilmente. ¿Cariño?, tal vez. Habían hablado por última vez cuando Jacobo, meses atrás, le anunciara por teléfono el fallecer de su padre. Murió tranquilo, como han morir los hombres, sin sufrimiento alguno, sin inquietudes, dejándolo todo hecho, con el aliento disminuyendo hasta perderse en el infinito de los pensamientos. “Lo siento” replicaba Covadonga a la narración de su nieto; apenas lo conoció. Supo de él una tarde clara de invierno, cuando Cirene, estudiante de medicina, entro en la casa diciendo “ya tengo madre el marido dispuesto”. Y era cierto; al cabo de tres años Jacobo y Cirene sellaron su acuerdo. Covadonga nunca entendió qué era aquello, cómo podían casarse sin que mediara entre ellos ni el amor ni el deseo, cómo hacían felices la representación de aquel matrimonio y con cuanta dicha vivieron. “Siento la muerte de tu padre, a pesar de que nunca quiso a tu madre. Nunca lo entendí, ¿por qué se casó con ella?, sino la amaba ¿por qué se casó con ella?. Pero es verdad que siempre la trato de la manera más exquisita, es verdad que nunca la engaño, es verdad que siempre fue Cirene el centro de la vida de tu padre. Por esto siento su muerte, por el respeto que tuvo a mi hija”. Jacobo asentía, otorgaba con su silencio la ignorancia de saber que había unido a sus padres, mientras contemplaba aquella piel blanca y limpia de su abuela. Imaginaba a Hesperia, llegando al final de los tiempos, con aquel mismo tono y suave piel. Porque la Abuela era la última figura familiar del antiguo régimen, pues en ella quedaban representados todos los elementos y características de otras épocas. Vestía de negro, porque así lo mandaron los reyes católicos, desde que falleció su segundo esposo, “Pedro el amante”. El primero de sus maridos, llamado Acacio Quemadura, la tomó apenas cumplidos los catorce años; era Acacio un hombre ruín, un ser despreciable, un animal con cuerpo de hombre. Durante varios meses, concluida la boda, la tuvo de piernas abierta, sin que cumpliese a buen fin las embestidas, entre patrióticas y decepcionantes, sobre ella lanzadas. Acacio, del esfuerzo sobrellevado, resulto enfermó en su cuerpo y, lo que fue peor para Covadonga, en su ánimo. Llegaron luego los meses del desprecio, ya que la Abuela era la única culpable de no quedar en cinta, del agotamiento de su marido, de la enfermedad que lo sumía en la cama y de la vergüenza de ser conocido como el macho que no atinaba entre las dos piernas de la hembra que, por matrimonio, había comprado. Porque Covadonga, que procedía de una cabaña infestada de miseria y desamores, había sido, por su padre, vendida a Acacio.
-   Aquí estoy, dime para qué me has llamado
     Acacio miro a su amigo Hermelando.
-   Siéntate –le dijo- Quédate con esto... –y dejo caer sobre la mano abierta de Hermelando una bolsa de tela- ...a cambio quédate conmigo. Esta noche entrarás en la alcoba, la encontrarás con las piernas abiertas. Si se resiste, si se opone, si grita o tan solo gime, la golpeas. No quiero oírla gemir, no lo soportaría. Al alba me cuentas si tu misión ha sido cumplida.
   Hermelando llegó; la golpeó, siempre es mejor prevenir, y la entró. Advirtió, al alba, Acacio a Covadonga que Hermelando volvería a trabajar con ella durante varias noches; bajo ningún concepto quería oírla. Al cabo de unos meses fue Hermelando, de nuevo, llamado por Acacio, quién le dijo que la mujer estaba esperando un hijo, que allí, con aquella mano, en aquella bolsa, le entregaba el resto del dinero acordado, y que con esta otra mano le entregaba al descanso eterno no fuera a irse de la lengua o reclamar con el tiempo . La Abuela llamó a su hijo Amado. Sin embargo, lo que pareció un triunfo perfecto de la inteligencia, se avino sobre Acacio en una serie de conjeturas entre intrigantes e irritantes, pues a diario aparecía Hermelando en la cara de Amado, predicando su vida robada, hurtando la de Acacio, quien fue a morir de aquel furor vengativo, quedando Covadonga viuda con tan solo veinte años. Vendió las tierras del Maset de su difunto marido, y con aquel dinero y aquel hijo se presento en casa de un tío segundo, quien a cambio de aquel dinero la recogió en Impala y le presentó a un nuevo marido, quedando en cinta de la que vendría a llamarse Cirene Cuarto.





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