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Documento posterior 01211
La Abuela llamó a su hijo
Amado. Sin embargo, lo que pareció un triunfo perfecto de la inteligencia, se
avino sobre Acacio en una serie de conjeturas entre intrigantes e irritantes,
pues a diario aparecía Hermelando en la cara de Amado, predicando su vida
robada, hurtando la de Acacio, quien fue a morir de aquel furor vengativo,
quedando Covadonga viuda con tan solo veinte años. Vendió las tierras del Maset
de su difunto marido, y con aquel dinero y aquel hijo se presento en casa de un
tío segundo, quien a cambio de aquel dinero la recogió en Impala y le presentó
a un nuevo marido, quedando en cinta de la que vendría a llamarse Cirene
Cuarto.
Cuando la abuela Covadonga le preguntó
“¿cuánto hace que estas en Impala?”, Jacobo miró hacía el norte. La mujer, que
conocía la importancia de las cosas, no insistió. Aquel su nieto, un hombre de
treinta años al que apenas conocía, mostraba ante ella la cara del extraño que
era. Lo había visto nacer entre las paredes de aquella casa, dar los primeros
pasos por aquel jardín perseguido por Pedro y desaparecer de su vida tras la
muerte de Cirene, su hija. Aún siendo su abuela, ¿qué podía pedirle?. ¿Amor?,
difícilmente. ¿Cariño?, tal vez. Habían hablado por última vez cuando Jacobo,
meses atrás, le anunciara por teléfono el fallecer de su padre. Murió
tranquilo, como han morir los hombres, sin sufrimiento alguno, sin inquietudes,
dejándolo todo hecho, con el aliento disminuyendo hasta perderse en el infinito
de los pensamientos. “Lo siento” replicaba Covadonga a la narración de su
nieto; apenas lo conoció. Supo de él una tarde clara de invierno, cuando
Cirene, estudiante de medicina, entro en la casa diciendo “ya tengo madre el
marido dispuesto”. Y era cierto; al cabo de tres años Jacobo y Cirene sellaron
su acuerdo. Covadonga nunca entendió qué era aquello, cómo podían casarse sin
que mediara entre ellos ni el amor ni el deseo, cómo hacían felices la
representación de aquel matrimonio y con cuanta dicha vivieron. “Siento la
muerte de tu padre, a pesar de que nunca quiso a tu madre. Nunca lo entendí,
¿por qué se casó con ella?, sino la amaba ¿por qué se casó con ella?. Pero es
verdad que siempre la trato de la manera más exquisita, es verdad que nunca la
engaño, es verdad que siempre fue Cirene el centro de la vida de tu padre. Por
esto siento su muerte, por el respeto que tuvo a mi hija”. Jacobo asentía,
otorgaba con su silencio la ignorancia de saber que había unido a sus padres,
mientras contemplaba aquella piel blanca y limpia de su abuela. Imaginaba a
Hesperia, llegando al final de los tiempos, con aquel mismo tono y suave piel.
Porque la Abuela
era la última figura familiar del antiguo régimen, pues en ella quedaban
representados todos los elementos y características de otras épocas. Vestía de
negro, porque así lo mandaron los reyes católicos, desde que falleció su
segundo esposo, “Pedro el amante”. El primero de sus maridos, llamado Acacio
Quemadura, la tomó apenas cumplidos los catorce años; era Acacio un hombre ruín,
un ser despreciable, un animal con cuerpo de hombre. Durante varios meses,
concluida la boda, la tuvo de piernas abierta, sin que cumpliese a buen fin las
embestidas, entre patrióticas y decepcionantes, sobre ella lanzadas. Acacio,
del esfuerzo sobrellevado, resulto enfermó en su cuerpo y, lo que fue peor para
Covadonga, en su ánimo. Llegaron luego los meses del desprecio, ya que la Abuela era la única
culpable de no quedar en cinta, del agotamiento de su marido, de la enfermedad
que lo sumía en la cama y de la vergüenza de ser conocido como el macho que no
atinaba entre las dos piernas de la hembra que, por matrimonio, había comprado.
Porque Covadonga, que procedía de una cabaña infestada de miseria y desamores,
había sido, por su padre, vendida a Acacio.
-
Aquí estoy, dime para qué me
has llamado
Acacio miro a su amigo Hermelando.
-
Siéntate –le dijo- Quédate
con esto... –y dejo caer sobre la mano abierta de Hermelando una bolsa de tela-
...a cambio quédate conmigo. Esta noche entrarás en la alcoba, la encontrarás
con las piernas abiertas. Si se resiste, si se opone, si grita o tan solo gime,
la golpeas. No quiero oírla gemir, no lo soportaría. Al alba me cuentas si tu
misión ha sido cumplida.
Hermelando llegó;
la golpeó, siempre es mejor prevenir, y la entró. Advirtió, al alba, Acacio a
Covadonga que Hermelando volvería a trabajar con ella durante varias noches;
bajo ningún concepto quería oírla. Al cabo de unos meses fue Hermelando, de
nuevo, llamado por Acacio, quién le dijo que la mujer estaba esperando un hijo,
que allí, con aquella mano, en aquella bolsa, le entregaba el resto del dinero
acordado, y que con esta otra mano le entregaba al descanso eterno no fuera a
irse de la lengua o reclamar con el tiempo .
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