domingo, 23 de septiembre de 2012

01153-06.EL PRESIDENTE DE IMPALA: 01.El Médico: Gimnasia y Puerta

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     El Médico bebió un poco más de brandy. Una vez entendido resultaba complicado de entender, sin embargo la verdadera dificultad estaba en explicarlo. Para hacer gimnasia es preciso percibir que el movimiento es explicativo de la inacción. En esto basaba el Empíreo su comprensión de la necesidad de hacer gimnasia. Cuando nos movemos verificamos fehacientemente que prevalece la quietud. Había una segunda idea; el Empíreo hacía gimnasia porque le era inherente a su condición de ateo. Decía el Empíreo que en parte alguna de la biblia se decía que Dios hiciese gimnasia. Infería de esto primero que Dios es un ente pasivo y segundo, como consecuencia de lo primero, que para entrar en el reino de Dios no era preciso hacer gimnasia, lo que se deducía del "seguidme y hacer lo que yo hago" que dijo el cristo. De modo que, concluía, la gimnasia era la actividad que separaba y diferenciaba al creyente del ateo. De modo que todo aquel que hace gimnasia es un ateo. Por definición no podía ser de otro modo. Enseñaba El Médico aquello y decía, tras agitarlo en su mano, que donde lo dejara permanecería inamobible; al menos desde la perspectiva visual y real que ellos tenían de la cosa. Sin embargo se reducia en la dirección del movimiento. "A mi muerte mostraré como el movimiento es solo el reflejo innecesario de la quietud" dijo en cierta ocasión, preguntando "¿la muerte es acción o es inacción?". Aquí se detuvo El Médico, pues siguió diciendo que no contestó El Empíreo a la pregunta, acaso porque no conocía la respuesta ó, acaso, por conociéndola solo quería la respuesta para él mismo. Así que continuo con la estructura interna de la torre. ¡Bien!, como les decía una escalera interior comunica los distintos pisos; es una escalera estrecha que a un tiempo solo puede subir una persona, me refiero uno tras otro. La torre dispone de un pequeño ascensor para dos personas. La primera planta es un dormitorio, allí vieron ustedes al finado, dispone de baño, un guardarropa con vestidor y una pequeña antesala. En la segunda planta hay una biblioteca y despacho. En la última un salón. Todo está configurado para un ambiente familiar muy reducido. Yo diría que es la parte mas agradable de toda la casa. El Presidente llamaba a la torre su casa. En cuanto a la relación entre los dos hombres, dijo El Médico que era una mezcla entre distante y fría, con pasajes emotivos y reacciones anormales. Nunca tuvo la plena convicción de que tras aquel cuerpo hubiese un hombre; no podía explicarse mejor ni más. Lo cierto era que El Empíreo llamaba por teléfono, interesándose por un determinado órgano ó enfermedad. Desde ese momento yo disponía de veinticuatro horas para emitir y entregarla un informe sobre el asunto interesado, lo que hacía en mano, momento éste en el cual El Empíreo me pedía una introducción verbal y me hacía preguntas antes de leer el informe. Rara vez, la lectura, la hizo delante mía. Si era la ocasión hablábamos de asuntos de Impala, en ocasiones me contaba la historia de alguno de sus antepasados, lo que solía hacer delante del retrato que colgaba en la Panda de Retratos, y jugábamos, si disponía de un espacio breve de tiempo, al ajedrez; era un mediano aficionado y un mal jugador, conmigo siempre perdía, pero afirmaba con rotundidad e intolerancia que era el juego por antonomasia del hombre. Yo le animé a que estudiara un poco de ajedrez; se negó. Le gustaba la arquitectura y no por ella la estudiaba. Normalmente nos veíamos en el despacho, sin embargo un día me hizo conocer la torre entera. Desde entonces nuestros encuentros en el despacho cedieron ante otros lugares de la torre.
     Le preguntaron si había estado enfermo.
     Nunca.
     Jamás se le había hecho un análisis de sangre, ni de orina, ni radiografía alguna existía, ni él tenia conocimiento de que cirujano alguno lo hubiese tratado sobre una mesa de operaciones. Su primera y única enfermedad había sido la muerte. Y añadió El Médico que solo se conocía por él otro caso similar, como era el del cristo de los cristianos.
     Todo era para aquellos hombres confuso; en el expediente académico del Médico no aparecían grandes notas, solo simples aprobados. ¿Por qué fue él el doctor del Presidente?.

     El Médico se guardo para sí la respuesta. 
     Y contó lo que sigue como sucedido al Señor de Las Hoyas: en cierta ocasión hubo un hombre que salió de su casa una mañana, como siempre, a su trabajo, que le resultaba extraño, ya que él siempre había querido ser otra cosa en la vida; no importa qué. Lo cierto era que aquella amargura de no ser sino lo que estaba escrito que debía ser le atenazaba los pensamientos, que lo hacían incapaz de abandonar aquel estado de fustracion que lo ataba a aquel trabajo. Otras eran las cuestiones que le obligaban a tal estado de situación, pero no las diré porque no viene al caso. Como dije, salió de su casa por la puerta, como era lo habitual, por aquella eterna puerta que a diario lo despedía y lo recibía desde hacía..., muchos años. Aquel día no fue distinto, salió y fue a su trabajo, donde, un día más, debió de cargar con todas las humillaciones que sufre el hombre en el trabajo, pues al parecer de éste hombre el trabajo era, intelectualmente hablando, una humillación; pensaba en ocasiones que una rendición y en otros momentos de mayor gloria pensaba que era una claudicación. No fue distinto aquel día, salvo en lo que vino a sucederle cuando regreso a su casa. Tenía la costumbre, a un tiro de piedra, de ir metiendo la mano en el bolsillo, de modo que prendida en ella las llaves de la casa, las iba manoseando, lanzando al aire y hablando; porque nuestro hombre hablaba con las llaves cuando las lanzaba al aire y, en vertical, caían, de nuevo, en sus manos, diciéndoles cucamonas y, en compensación, de ellas recibiendo sonrisas. Tampoco el sentido de la locura es el objeto de ésta mi exposición, ese significado de las veleidades que llevaban a nuestro hombre a las zalamerías para con las llaves. No, tampoco es esto. Tal día como el que cuento, el específico de los acontecimientos, no pudo hacer lo que venía haciendo luego, accionar el pestillo durmiente, por medio de una escaramuza de la llave sobre la cabeza, de modo que ésta abandonase, por una ventanilla abierta en la cabecera, el cerradero, y no porque la cerradura se opusiese a la llave, sino porque la puerta no estaba adherida a la fachada de la casa. Lo primero fueron sus ojos, ¿dónde estaba la puerta de aquella su casa?, esa puerta que al alba en esa fachada había dejado, esa puerta por la que al amanecer del día él había salido, dejando aquella su casa, porque su vida era un trabajo, ¿dónde estaba?. Lo segundo fueron sus huesos, que al pronto notó descoyuntarse, pues no de otro modo podía ser si de sus ojos los huesos de su cuerpo no veían forma de trasladarle a su casa, a su butaca. Lo tercero fue una inflamación de las venas, un desatarse una pasión violenta, un azorarse; siguió un desquicie en todo su rostro y un ido de quicio que le impedía preguntar ¿dónde está la puerta?; sufría, ¿acaso?, un desacorde. De aquella estampa de apocado a una mujer que pasaba arrancaronsele las entrañas, rezumando hacia nuestro hombre esta mujer una caridad resuelta que le llevó a él con esta frase "se la llevaron este mediodía unos hombres que vinieron de sus mujeres acompañados", después el hueco que quedó lo tapiaron, y el tiempo, desde entonces, ha hecho florecer la pared. ¿Qué podía hacer?; nuestro hombre, siguiendo a la mujer, a la vuelta de la esquina, donde estaba la puerta, que aquellos hombres de sus mujeres acompañados habían puesto. Preguntó, inmerso en una desazón, a quienes pasaban, quienes no sabían, a las autoridades, que no respondían, a la historia, que en sus páginas de aquello nada encontraba, hasta que vencido por aquella tenaz perturbación, por la nueva disposición de la puerta alcanzo su casa. Gruñó aquella noche mil veces contra su suerte y el abandono que del mundo sufría, se sentía incomprendido, dispuesto a entablar pelazga con todos y con todo, y nunca jamás perdonaría la impavidez con la que todos le trataron por no conocer donde estaba la puerta de su casa, por no impedir que unos hombres, de sus mujeres acompañados, se la trasladaran de lugar. Salió a la mañana siguiente, de nuevo a su trabajo, y a la vuelta fue encontrándose, uno tras otro, que nadie hallaba la puerta de su casa allá donde la habían dejado, y cuando le preguntaban, carialegre sonreía, miraba, se alegraba con cacumen. 




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