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El Médico
bebió un poco más de brandy. Una vez entendido resultaba complicado de
entender, sin embargo la verdadera dificultad estaba en explicarlo. Para hacer
gimnasia es preciso percibir que el movimiento es explicativo de la inacción.
En esto basaba el Empíreo su comprensión de la necesidad de hacer gimnasia.
Cuando nos movemos verificamos fehacientemente que prevalece la quietud. Había
una segunda idea; el Empíreo hacía gimnasia porque le era inherente a su
condición de ateo. Decía el Empíreo que en parte alguna de la biblia se decía
que Dios hiciese gimnasia. Infería de esto primero que Dios es un ente pasivo y
segundo, como consecuencia de lo primero, que para entrar en el reino de Dios
no era preciso hacer gimnasia, lo que se deducía del "seguidme y hacer lo
que yo hago" que dijo el cristo. De modo que, concluía, la gimnasia era la
actividad que separaba y diferenciaba al creyente del ateo. De modo que todo
aquel que hace gimnasia es un ateo. Por definición no podía ser de otro modo.
Enseñaba El Médico aquello y decía, tras agitarlo en su mano, que donde lo
dejara permanecería inamobible; al menos desde la perspectiva visual y real que
ellos tenían de la cosa. Sin embargo se reducia en la dirección del movimiento.
"A mi muerte mostraré como el movimiento es solo el reflejo innecesario de
la quietud" dijo en cierta ocasión, preguntando "¿la muerte es acción
o es inacción?". Aquí se detuvo El Médico, pues siguió diciendo que no
contestó El Empíreo a la pregunta, acaso porque no conocía la respuesta ó,
acaso, por conociéndola solo quería la respuesta para él mismo. Así que
continuo con la estructura interna de la torre. ¡Bien!, como les decía una
escalera interior comunica los distintos pisos; es una escalera estrecha que a
un tiempo solo puede subir una persona, me refiero uno tras otro. La torre
dispone de un pequeño ascensor para dos personas. La primera planta es un
dormitorio, allí vieron ustedes al finado, dispone de baño, un guardarropa con
vestidor y una pequeña antesala. En la segunda planta hay una biblioteca y
despacho. En la última un salón. Todo está configurado para un ambiente
familiar muy reducido. Yo diría que es la parte mas agradable de toda la casa.
El Presidente llamaba a la torre su casa. En cuanto a la relación entre los dos
hombres, dijo El Médico que era una mezcla entre distante y fría, con pasajes
emotivos y reacciones anormales. Nunca tuvo la plena convicción de que tras
aquel cuerpo hubiese un hombre; no podía explicarse mejor ni más. Lo cierto era
que El Empíreo llamaba por teléfono, interesándose por un determinado órgano ó
enfermedad. Desde ese momento yo disponía de veinticuatro horas para emitir y
entregarla un informe sobre el asunto interesado, lo que hacía en mano, momento
éste en el cual El Empíreo me pedía una introducción verbal y me hacía
preguntas antes de leer el informe. Rara vez, la lectura, la hizo delante mía.
Si era la ocasión hablábamos de asuntos de Impala, en ocasiones me contaba la
historia de alguno de sus antepasados, lo que solía hacer delante del retrato
que colgaba en la Panda
de Retratos, y jugábamos, si disponía de un espacio breve de tiempo, al
ajedrez; era un mediano aficionado y un mal jugador, conmigo siempre perdía,
pero afirmaba con rotundidad e intolerancia que era el juego por antonomasia
del hombre. Yo le animé a que estudiara un poco de ajedrez; se negó. Le gustaba
la arquitectura y no por ella la estudiaba. Normalmente nos veíamos en el
despacho, sin embargo un día me hizo conocer la torre entera. Desde entonces
nuestros encuentros en el despacho cedieron ante otros lugares de la torre.
Le
preguntaron si había estado enfermo.
Nunca.
Jamás se
le había hecho un análisis de sangre, ni de orina, ni radiografía alguna
existía, ni él tenia conocimiento de que cirujano alguno lo hubiese tratado
sobre una mesa de operaciones. Su primera y única enfermedad había sido la
muerte. Y añadió El Médico que solo se conocía por él otro caso similar, como
era el del cristo de los cristianos.
Todo era
para aquellos hombres confuso; en el expediente académico del Médico no
aparecían grandes notas, solo simples aprobados. ¿Por qué fue él el doctor del
Presidente?.
El Médico se guardo para sí la respuesta.
Y contó lo
que sigue como sucedido al Señor de Las Hoyas: en cierta ocasión hubo un hombre
que salió de su casa una mañana, como siempre, a su trabajo, que le resultaba
extraño, ya que él siempre había querido ser otra cosa en la vida; no importa
qué. Lo cierto era que aquella amargura de no ser sino lo que estaba escrito
que debía ser le atenazaba los pensamientos, que lo hacían incapaz de abandonar
aquel estado de fustracion que lo ataba a aquel trabajo. Otras eran las
cuestiones que le obligaban a tal estado de situación, pero no las diré porque
no viene al caso. Como dije, salió de su casa por la puerta, como era lo
habitual, por aquella eterna puerta que a diario lo despedía y lo recibía desde
hacía..., muchos años. Aquel día no fue distinto, salió y fue a su trabajo,
donde, un día más, debió de cargar con todas las humillaciones que sufre el
hombre en el trabajo, pues al parecer de éste hombre el trabajo era,
intelectualmente hablando, una humillación; pensaba en ocasiones que una
rendición y en otros momentos de mayor gloria pensaba que era una claudicación.
No fue distinto aquel día, salvo en lo que vino a sucederle cuando regreso a su
casa. Tenía la costumbre, a un tiro de piedra, de ir metiendo la mano en el
bolsillo, de modo que prendida en ella las llaves de la casa, las iba
manoseando, lanzando al aire y hablando; porque nuestro hombre hablaba con las
llaves cuando las lanzaba al aire y, en vertical, caían, de nuevo, en sus
manos, diciéndoles cucamonas y, en compensación, de ellas recibiendo sonrisas.
Tampoco el sentido de la locura es el objeto de ésta mi exposición, ese
significado de las veleidades que llevaban a nuestro hombre a las zalamerías
para con las llaves. No, tampoco es esto. Tal día como el que cuento, el
específico de los acontecimientos, no pudo hacer lo que venía haciendo luego,
accionar el pestillo durmiente, por medio de una escaramuza de la llave sobre
la cabeza, de modo que ésta abandonase, por una ventanilla abierta en la
cabecera, el cerradero, y no porque la cerradura se opusiese a la llave, sino
porque la puerta no estaba adherida a la fachada de la casa. Lo primero fueron
sus ojos, ¿dónde estaba la puerta de aquella su casa?, esa puerta que al alba
en esa fachada había dejado, esa puerta por la que al amanecer del día él había
salido, dejando aquella su casa, porque su vida era un trabajo, ¿dónde estaba?.
Lo segundo fueron sus huesos, que al pronto notó descoyuntarse, pues no de otro
modo podía ser si de sus ojos los huesos de su cuerpo no veían forma de
trasladarle a su casa, a su butaca. Lo tercero fue una inflamación de las
venas, un desatarse una pasión violenta, un azorarse; siguió un desquicie en
todo su rostro y un ido de quicio que le impedía preguntar ¿dónde está la
puerta?; sufría, ¿acaso?, un desacorde. De aquella estampa de apocado a una
mujer que pasaba arrancaronsele las entrañas, rezumando hacia nuestro hombre
esta mujer una caridad resuelta que le llevó a él con esta frase "se la
llevaron este mediodía unos hombres que vinieron de sus mujeres
acompañados", después el hueco que quedó lo tapiaron, y el tiempo, desde
entonces, ha hecho florecer la pared. ¿Qué podía hacer?; nuestro hombre, siguiendo
a la mujer, a la vuelta de la esquina, donde estaba la puerta, que aquellos
hombres de sus mujeres acompañados habían puesto. Preguntó, inmerso en una
desazón, a quienes pasaban, quienes no sabían, a las autoridades, que no
respondían, a la historia, que en sus páginas de aquello nada encontraba, hasta
que vencido por aquella tenaz perturbación, por la nueva disposición de la
puerta alcanzo su casa. Gruñó aquella noche mil veces contra su suerte y el
abandono que del mundo sufría, se sentía incomprendido, dispuesto a entablar
pelazga con todos y con todo, y nunca jamás perdonaría la impavidez con la que
todos le trataron por no conocer donde estaba la puerta de su casa, por no
impedir que unos hombres, de sus mujeres acompañados, se la trasladaran de
lugar. Salió a la mañana siguiente, de nuevo a su trabajo, y a la vuelta fue
encontrándose, uno tras otro, que nadie hallaba la puerta de su casa allá donde
la habían dejado, y cuando le preguntaban, carialegre sonreía, miraba, se
alegraba con cacumen.
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