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- ¡Oiga, amigo...!, ¿hace un vino? –dijo el Hípetro-
Sentado en
el sardinel de la acera contemplaba el pasar de la vida por la calzada; de
tiempo en tiempo, sin que nadie conociera el periodo, dabale a la flauta de
caña. Los que pasaban lo contemplaban con cierta mueca de repugnancia, y no
podía ser de otro modo por los andrajos que puestos llevaba, amén de sucios y
malolientes, y es que, según decían, al cabo de una guerra lo acusaron de
estraperlista, acaso con razón, y luego de maleante, para serlo después de
malentretenido y, al cabo, de vago, por lo que no le quedaron ganas de ganarse
la vida sino en la forma en la que entendía había sido condenado. Cómodo fue al
primero que vio una vez fuera del Molino. “Hacer pan es fácil, mi padre y antes
mi abuelo lo hacían, y antes las mujeres lo hacían en las casas, y antes el
panadero, ¡aquel panadero!, era el panadero integral, porque en ese hombre se
encontraba aquel que compraba el grano, hacía la molienda, separaba las harinas
y sus resultados, panificaba y vendía. Y ya ve usted, de un oficio son ahora
siete; división del trabajo”
- ¡Dos vinos! –y tras acomodarse en la silla, dijo
“no creo que sea la cosa así. Podría parecerse pero sería una exageración.
Básicamente el padre ponía a trabajar a toda la familia, de modo que al
concluir el producto pareciese que todo venía hecho por la misma mano, y que
solo uno, el padre, hubiese trabajado, de modo que una acción social sobre una
barra pan se presentaba como un producto individual de un artesano
independiente que todo lo hace; dicho de otro modo, la realidad de muchos,
todos los miembros de una familia, se transformaba en la ficción de una
realidad. Lo que hace la división del trabajo es poner de manifiesto el engaño
que he descrito, aflorando la realidad oculta; es decir, la barra de pan es un
producto social propio de un colectivo de manos, cada una de las cuales ejecuta
un acto dentro la función general de elaboración del pan”. Entregó Cómodo un
vaso al Hípetro, quedándose él con el otro, y sirviendo, de seguido, el
vino-
- ¡Salud, camarada!
- ¡Salud sin camarada! –aclaró Cómodo-
Bebieron.
- Entonces..., ¿lo del obrero total?
- Mero pensamiento
- ¿Y Dios?, ¿qué me dice de Dios?, él solo lo hizo
todo.
- Si así fuese sería la excepción que confirma la
regla.
Bebieron.
- Así que el obrero parcial con su única herramienta
- Esa es la realidad. Pero..., siga usted.
- ¿Qué le decía?
- ¿Quiere algo de comer?
- Con vino no se come
- ¿No?
- Se come con vino –aclaró El Hípetro- ¿Y qué le
decía?
- Me hablaba usted de su familia...
Bebieron.
“¿Más?”
- ¡Ah, si! Coja usted harina, la mitad de agua, algo
de levadura, que ha de disolver en el agua, y sal. Y amase. Pero...” -dio una
sardineta sobre la mesa, junto al vaso de vino que Cómodo le había ofrecido en La Montañeta , para seguir
diciendo “pero lo importante es el tiempo de reposo; mi padre decía que la masa
debía subir, partirla en dos, y ambas mitades de la masa debían subir. Con dos
reposos mejor; crece la masa en cada uno y sabe mejor. Y si quiere hacer mejor
pan, sustituya parte de la levadura por masa guardada del día anterior”. Con
los dos dedos, el índice y el corazón, de la mano derecha golpeo de nuevo la
mesa, tomando, a la velocidad de una centella, el vaso de vino al que Cómodo le
hubo invitado; al menos, alguien decía ser su amigo. Siempre hay un respiro que
permite la confusión. Es el hecho mismo de la conversión de la naturaleza en
forma humana. A ese instante lo conocemos como felicidad. Necesitamos de este
hecho para olvidar la penalidad del sentimiento. Es el momento del temblor corporal,
la serie infinita de vanalidades que nos reconfortan con la ilusión, el
instante de perdernos en las ambigüedades que nos ayudan. Más ese respiro hay
que inventarlo, fomentarlo y sostenerlo, de modo que la perpetuación en nosotros
nos induce a la confusión-
Alicante ya no era la misma, más allá de la
puerta de La Montañeta
parecía otra ciudad; el Viejo Loco del Molino se lo tenía advertido,
“encontrarás los cambios y ambicionaras las ausencias, y será entonces que
sentirás lo innecesario de los cambios cuando no son llamados, porque las
ausencias que provocan los cambios nos hacen comprender que ya no somos
necesarios”. Cuando Cómodo Centón abandono el Molino, el Viejo Loco hizo uso
del apagavelas sobre los cirios. Antes, sin embargo, y al ruido de los carros,
ha pronunciado lamentos, emitidos gemidos, esbozados sollozos y entrecortado
sonidos, mientras los cascos del animal causan daño a los adoquines, siguiéndole
el traqueteo de maderas y aros metálicos de los carros cuesta abajo. “¿Quién se
hará cargo del Molino?” preocupa al Viejo Loco del Molino, quién se había
pasado la vida ocupado.
- Recordarás tus olvidos, y olvidarás tus recuerdos
–afirmó el Viejo Loco del Molino, apenas antes de que hiciera uso del
apagavelas, rodeado, como estaba, de cuantas cosas se hubieron acumulado en su
vida; los libros, los papeles, los tabacos, las bebidas y, sobre todo, los
desenfrenos frenados, siendo esto último lo que en verdad más dolor le
producía. Aquellos momentos donde las noches se abalanzaban sobre él en la
soledad de su cuarto, porque cuanto tenía que suceder en su vida no había
ocurrido, de modo que ya nada esperaba, de ahí que moría, salvo que las cosas
cobrasen vida traídas por una esperanza que yacía vencida. Después, sin
fuerzas, cerró la puerta del Molino, mientras El Perro Ciego seguía leyendo.
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