lunes, 21 de diciembre de 2020

06210-80.EL VIAJERO MADURO: El Monasterio de Piedra

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06223 (24.12.2020 - 01.Botswana)

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Publicado en la Revista “La Societat” de Jijona
Alicante, setiembre de 1993
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En la paramera de Molina de Aragón brota un agua que toda junta, en cauce, a los pies del Águila pasa. En aquel abierto campo, elevado y descubierto a todos los vientos, calcinante en estío, sumamente frío y desamparado, a su suerte perdido, en invierno, el Piedra traza su hilo de agua, serpenteante a la vez que tranquilo, por los abundantes páramos que, como único amigo, le dan cobijo, pues es del todo visible que no se cultiva aquella tierra ni tiene albergue ni habitación alguna ni parece que por allí pasara, alguna vez, la vida. El Piedra, como queda dicho, en curso tranquilo deambula a la vista de Ladrones y de La Peña, por Cimballa y Llumes, hasta que llega, por azar de los páramos que lo amparan, a un valle de fresnos, al mismo que a finales del doceavo siglo llegaron trece monjes de Poblet, mandados por la obediencia a Gaufrido de Rocaberti, del Cister, bajo la protección de doña Sancha, que fuera de Alfonso II de Aragón su reina. 

Piedra Vieja, que tal denominación daban al lugar donde el Piedra, sosegado y tranquilo, se torna arrojadizo, fue del gusto y captó el placer de los viajeros y allí, sin mora que los contuviese, los frailes emplazaron las piedras del convento, que fue su casa y la de Dios, junto al castillo de Piedra, tomando de todo el contorno posesión, teniéndolo, desde entonces, por Piedra Nueva.

Por su naturaleza humana es el gótico la piedra angular que define la esencia del Monasterio de Piedra, con su claustro ajardinado, fuente en medio como marcando el centro de la vida y designando al silencio como sujeto imperecedero; arcos ojivales coronados por un sencillo remate y la luz precisa a cada instante. Todos los bienes del mundo parecen apartados de este lugar sin memoria, donde un románico, leve y oscuro, y un incipiente y leve barroco hacen alas al gótico que lo define.

Y, sin embargo, no vino de tan lejos el viajero más que para contemplar piedras, y si vino por tales piedras llamado, confundido habrá de quedar, por su vista, de cuanto el valle atesora. Porque si el monasterio, como la fe que guarda, queda en lo alto de una tierra árida, seca, solitaria, como en medio y arropado por un desierto, el Piedra, en su pequeñez, ahonda en la tierra mostrando la plenitud de su hermosura, en una indescriptible síntesis de cascadas, grutas, paseos, jardines, subidas y bajadas. Porque el Piedra, más que nunca, es agua; el agua. Esto, agua, es el llamado monasterio, y antes castillo, de Piedra, solo agua. Desde que el Piedra abandona la infecunda meseta que lo ha venido soportando, entra apacible en una hondonada de fuerza y vigor, en un transitar de poder, en una anchura escalonada, en un paraje somero, firme, poco profundo de aguas, donde el verde de lo reposado y bonancible entre escalones se mezcla, en sucesión de infinitos saltos, con la blanca espuma de los vadillos. Esta voluntad de llenarlo todo conduce al Piedra a su primer caprichoso salto, pues un corte de la piedra precipita al agua al fondo de un pequeño estanque, que sirve de respiradero a aguas tan acostumbradas al sosiego y languidecer de la vida; más es, sin saberlo, para el Piedra, solo un instante de respiro, pues a poco que siga mil torrentes y cascadas, mil formas de la piedra, arroyos  y unas praderas de formidable vegetación, donde el nogal, el fresno, el almez, la morera, el sauce, el olmo, y el saúco, entre otras cientos de formas verdes, pintan un tapiz que han de llegar al viajero como llega la voluptuosa agua a lucir mil colores y transformaciones, serpenteando entre rocas y árboles, atropelladamente, formando y deshaciendo en cientos de miles de saltos las más inesperadas imágenes.   

En este punto el Piedra ya domina todo el valle, ya conoce, por entero, todo el fluir de los sentimientos que provoca la inesperada aventura, ese salvaje y fluctuante rodar por entre las piedras y la espesura, ya aprende a cantar, a silbar y, crecido en sus dominios, goza y pule y esculpe y alimenta la vista como nunca jamás antes hubo soñado. Se mezcla con el sol, y la luz de esta unión es la misma limpieza de la naturaleza, alcanzando la más excelsa sublimación de los sentidos en lo más profundo de la enorme gruta, donde la perenne lluvia, insistente, hace la vez de cortina y reflejo del alma.

El buen viajero habrá de emplear un día completo en hacerse, en unirse, en abrazarse a esta maravilla de la aridez de los campos de Aragón, que de otro modo no podrá manifestar abiertamente que allí estuvo, que en tal lugar del mundo abundó su espíritu en los placeres de los sentidos.

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