viernes, 29 de enero de 2021

06313-239.ALICANTE: 02.Cristianos y Moros en 1703

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06309 (29.01.2021 - 01.Cristianos y Moros en 1703)

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06317 (30.01.2021 - Las playas, abril de 1995)


- Alabado sea Dios. Deponeos infieles ante el compasivo y misericordioso. Entregad las llaves de vuestro corazón al único. ¿No ves, infiel, que Dios conoce lo que está en los cielos y en la tierra? No hay conciábulo de tres personas en que no sea él el cuarto. Él siempre estará presente, dondequiera que se encuentre. Hacedle sitio en vuestros corazones, y él os lo hará a vosotros. Dios está bien informado de lo que hacéis. No encontrarás, cristiano, a gente, entre nosotros, que crea en Dios y en el último día y que tenga cariño a quienes se oponen a Dios y a su enviado, aunque éstos sus padres, sus hijos varones, sus hermanos o miembros de la misma tribu. ¡Gobernador! Entrega a Dios el alcázar. Él inscribirá la fe en tu corazón, fortalecerá tu espíritu y te introducirá en los jardines por cuyos bajos fluyen arroyos, en los que vivirás eternamente, lejos de la morada del fuego. Te  digo, hermano en Dios, lo que Dios dice: profesa la religión verdadera antes de que llegue el día que Dios no evitará, entréganos las llaves de esta honrosa villa, porque ese día serán separados quienes no hayan creído, que sufrirán las consecuencias de su incredulidad. Bajad, defensores, a nuestros brazos.

Desde lo alto escuchábales el cristiano, y desde allí fueron despreciados por aquel que se titulaba gobernador de la misma. 

- Guerreros en cristo –decía- sobre el monte pelado izad la bandera, dad gritos de guerra, agitad la mano y que entren por la puerta de los nobles. Llamo a los consagrados, a mis valientes, a los que se alegran de la alteza de Dios para servicio de su ira, prestos a pasar la revista del único dios; os llamo a los de tierras lejanas, reunid a las naciones, venid con los instrumentos de vuestro enojo, prestos a arrasar a los infieles, que se empavorezcan, que angustias y apuros les sobrecojan, que no puedan, pese a su fervor, ocultar el rostro humeante del fuego eterno. ¡Dios, pon en nuestras manos el arte de la justicia! Haz que cese en ellos la arrogancia de los insolentes, la soberbia de los desmandados, que tiemble el cielo y remuévase la tierra en el día hirviente de tu ira. Danos la fuerza para traspasar al que fuere descubierto, para trabar por la espalda al que fuere apresado, que sus casas sean saqueadas y sus impúdicas mujeres violadas, que vivan en sus moradas los chacales, los avestruces y los sátiros. Que sea breve su hora por llegar. ¡Retírate, pues, infiel, del camino de Dios! 

  Al concurso de estas pláticas, fueron vitoreados los dos enfrentados, y al término de las mismas atacó la fuerza de aguerridos mahometanos, rompiendo la línea cristiana y subiendo al alcázar. A su torre mayor trepo el Papaz, de ropas talares y su frente cubierta con el zancarrón del profeta. Cristóbal, de aquel espectáculo cautivado, viendo que era una chufla, vagaba mentalmente sin rumbo, que por la cortedad de sus años, apenas pasaba los veintiuno, no hilaba con pleno sentido el mundo a su alrededor; los cristianos, de moros vestidos, cortejaban al sacerdote que los gobernaba, sirviéndole comidas y bebidas, yantando ellos y los cautivos que a sus pies pusieron. Todos, señores y plebeyos, gozaban. Alicante, a pesar de la década pasada desde el bombardeo francés, presentaba a los ojos de Cristóbal un aspecto pobre y desdeñoso; sus casas, que eran bajas y sin ornamento, de techo a la morisca, de huecos pequeños y puertas enanas, se extendían intramuros, entre los restos de algunas casonas y las nuevas edificaciones de tres plantas que comenzaban a servir de vivienda a los más pudientes de la plaza. El ayuntamiento era solo un solar desde que D’Estrees lo tirara al suelo, y el aire sabía a tiempo castigado. Allí le observaban; y ante y ante su propio pasmo se vió llevándose de la mirada de aquella mujer, que hacía ella lo atraía sin que usase esparto alguno. Palpose la bolsa, “algo podría invertir” se dijo, y tras ella al fondo de un callejón, a la vuelta de una esquina, donde entraron y nadie más cabía. Se puso la hembra a la pared mirando, apoyadas las manos en el muro y tendido el cuerpo paralelo al suelo, ofreciéndose por detrás a Cristóbal, quién alzó la mugrienta falda y al tiempo que la masa de vello se mostraba a sus ojos, aligeraba la cuerda del calzón hasta descubrirse. Palpó las nalgas y palpose el músculo; cuando hubo desmontado se alejó hacía la casa de Martínez de Vera.

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